domingo, 30 de noviembre de 2008

LA GNOSIS Y SUS CAMINOS

Hilson, Stanwell y Prince Albert, reposando una junto a la otra. ¿Cuál de ellas será la afortunada? ¿Acaso la Stanwell de Friburgo? Sin duda mi pequeña joya de la corona. Pues aunque todas ellas estén manufacturadas en madera de brezo, ese arbusto cuya raíz lejos de dañarse, se ve incluso fortalecida por las altas temperaturas, y aunque todas ocupen un lugar en mi corazón, por procedencia y tiempo en que las adquirí, es por ella por la que bebo los vientos.
La historia de la pipa es la historia de dos mundos, el Viejo y el Nuevo, que entran en contacto y se contagian. La patata, el tomate, el pimiento, el maíz... Todos ellos proceden de allende los mares. Como el tabaco. Los indios lo conocían y apreciaban. Los europeos, de mente siempre utilitaria, aprendieron su cultivo, valoraron sus posibilidades comerciales y embarcaron sacos y sacos en grandes galeones hacia sus tierras de origen. ¿Qué consiguieron a cambio los indios? Bisutería barata en el mejor de los casos. La esclavitud casi siempre. Algunos dirían que el Viejo Mundo esquilmó al otro. Y yo no soy quién para negarlo. En cualquier caso, el cultivo del tabaco no cuajó por cuestiones climáticas a este lado del Atlántico durante los primeros años. Tuvieron que ser las grandes compañías británicas las que además de cultivarlo a gran escala en plantaciones en las tierras de Jamestown, lo transportaran en operaciones de comercio marítimo a la metrópoli: Londres. Allí, los Padres de la Patria habían probado el sabor de aquella hierba que se había convertido a partes iguales en moda, negocio y símbolo de clase. Por supuesto, ellos no fumaban en pipas de madera, sino en pipas de porcelana y de espuma de mar, mucho más refinadas y al gusto de la época. La pipa de los indios, esa larga caña de cazo estrecho y pequeño, con plumas colgando, se había convertido en el breve lapso de apenas unas décadas en exclusivo objeto de arte y coleccionismo. Pese a que los modos de empleo de la pipa sean muy claros, “se prende el tabaco de la cazoleta, se inhala por la boquilla al final de la cánula y finalmente se exhala”, las circunstancias en que esto se hace y el cómo se hace, presentan variaciones interesantes. Era costumbre de ingleses y franceses (mal rayo parta a estos últimos) reunirse en clubes sociales y alternar, mientras hacían uso de esa nueva y moderna costumbre, tomada de los indígenas. Pero, por supuesto, el Hombre Blanco, y más si era anglosajón, no compartía su pipa. Aquello quedó olvidado en la primera nebulosa de humo, bien por el sentido de la propiedad privada inherente al liberalismo, bien por un sentido del pudor heredado del calvinismo. Este modo de fumar en pipa -social pero en interiores, individual y no comunitario-, sin duda el más pusilánime de todos, triunfó en los salones de las altas esferas durante el siglo XVIII hasta bien entrado el XIX. Hoy en día, la costumbre de reunirse en clubs sociales para fumar subsiste entre ciertos consumidores de habanos. El cigarro puro goza de un halo más viril, debido probablemente a su simbolismo priápico, si me permiten la grosería.
Es sabido que, para sus inventores al otro lado del mar, la pipa, en cambio, era un símbolo de paz. Expresaban con ello el sentimiento de comunión con el Gran Espíritu. Menos sabido, pero no menos cierto, es sin embargo, que para quienes perfeccionaron técnicamente la pipa, también podía llegar a tener un componente, si no religioso, sí al menos místico. En el S. XIX, cuando el tabaco (como tantas otras cosas) se popularizó, surgió otra forma de fumar más interior. No quiero decir con ello que esta forma de consumo implique tragar el humo de la combustión del tabaco. Que Júpiter me libre de insinuarlo equivocadamente, siquiera por una décima de segundo. El verdadero fumador de pipa sabe que el humo solamente se paladea y no se traga, con el consiguiente alivio para los pulmones y el subsiguiente perjuicio para la boca. Me refiero con "interior", a quienes asumen la soledad como el único momento propicio para fumar. Por una parte me inflama de orgullo su respeto hacia quienes no comparten el gusto por este Arte. Y por otra parte, se saben afortunados por disfrutar egoístamente, un modo muy sano de disfrute, del ritual que conlleva el encendido de la pipa. Desde los momentos previos que suponen el cargado de la cazoleta, tomando el tabaco con índice y pulgar, y prensándolo en su justa medida para que pueda respirar y arder, hasta ese minuto de oro en la penumbra de la sala, acomodado en un sillón, con la boquilla bien sujeta entre los dientes, con la cerilla alumbrando la sala con un siseo mágico, mientras el mejor tabaco de las Trece Colonias anhela el contacto con la llama, como la esposa anhela al amante; cuando el movimiento en círculos de la mano que porta la cerilla rodea unas cuantas veces el perímetro de la cazoleta; ese instante fugaz en el que el tabaco crepita y se calienta al rojo e inhalamos la primera y más sabrosa calada, cuando la sala se llena de una nube azulada con el genuino aroma ligeramente avainillado… Ese delicioso suspiro en el que los ojos se cierran y la mente se libera de todos los males del mundo… Esa sensación, esa comunión con uno mismo, esa sonrisa beatífica… Eso es, sin duda, impagable.

Y aunque desde un punto de vista iconográfico siempre estarán a la sombra de los Churchill, Groucho, Che y demás figuras que posaron con el habano entre los dedos, Tolkien, Twain, Grass, Chapman y compañía sabían lo que se hacían cuando empuñaban la cazoleta con la diestra o con la zurda. Ese estado mental de plenitud de un fumador de pipa, similar al de un lama budista, es y será inalcanzable durante las interminables centurias del tiempo para cualquiera de los primeros. Además, siempre existirá un icono entre los fumadores de pipa inalcanzable a todas luces, por irreal y por tanto perfecto, para los fumadores de habanos, siempre ligeramente angustiados por su anatomía, por no hablar de aquellos incautos que cayeron en las garras del misérrimo cigarrillo.

sábado, 29 de noviembre de 2008

UN DIÁLOGO DE CORAZÓN

Una calle de un barrio cualquiera de un pueblo. La Jenny y la Saray salen de un bar. Éste es el diálogo que mantienen.

Jenny: ¡Tía! ¿Qué ha sido eso, tía?

Saray: ¿El qué, tía?

Jenny: Jo, tía, pues eso. Mira, mira.

Saray: ¡¡Ahhh!! ¡¡Qué asco!! ¿Qué es eso, Jenny?

Jenny: Pos no lo se, tía, pero se te ha caído a ti.

S: ¿Qué se me ha caído a mí? Tía, ¿qué has fumao ahí dentro?

J: Que si, tía, que se te ha caído a ti.

S: Vamos a ver qué es.

J: Mira tía, si es tu corazón, se te ha caído. ¡Jajajajaja! ¡Mírate en el pecho, tía, llevas un agujero asín de grande!

S: ¡Ay, tía, que es verdad! ¡Ay, que agujero! ¡Ay, qué voy a hacer yo! ¡No te rías, petarda!

J: Vamos a coger ese palo y a pincharlo, a ver si sale sangre.

S: Tu estás flipá, Jenny, si te crees que te voy a dejar pinchar mi corazón ¡vamos, anda!

J: Pues por lo menos vamos a cogerlo, tía, que no se quede ahí tirao.

S: Si es que me da un poco de asco, Jenny

J: Pos tu misma, Saray, yo no lo voy a coger, que es tuyo. El mío lo tengo en su sitio.

S: ¡Ay, ay, tía! ¡Mira el coche! ¡Ay, que lo pisa! ¡Ay, que lo ha pisao!

J: Jo, tía, lo ha despachurrao entero. Ahora no se cómo lo vas a coger.

S: Eso ha sio el joputa del Kevin, que estuvo dándome la tabarra ayer tol día, que me quería, que si quería salir con el. ¡Y mira, tía! ¡Mira, me ha robao el corazón, el muy cabrito!

J: Bueno, eso de que te lo ha robao… A lo más que llegó fue a moverlo de su sitio, y claro, si el hueco se había quedao holgao, pues al final se te ha caído.

S: ¡Ay, que cuando lo pille lo mato, al cabrón ese!

J: ¿Y qué le vas a decir a tu madre, Saray? Porque cuando vea el agujero va a flipar en colores.

S: Yo que se… Le diré que me han atracao y me lo han robao.

J: Que te crees tu que tu madre se va a creer eso. Además, sin corazón no se puede vivir, Saray.

S: Eso porque lo dices tu. Porque yo estoy harta de oír a mi madre decirle a mi padre que no tiene corazón, y ahí está el tío, más ancho que pancho.

J: Jajajaja, Saray, eso es una metágora.

S: ¿Una metágora? ¿Qué es eso de una metágora? No lo he oído en mi vida, tía.

J: Si, que lo explicaron el otro día en clase, tía, cuando quieres decir algo pero lo dices con otras palabras.

S: Pos no se, tía, pero eso lo dice mi madre, que mi padre no tiene corazón. Y si que hay mucha gente sin corazón, Jenny.

J: Claro, Saray, los cementerios están llenos… ¡No te jode, la tía! ¡Sin corazón no se puede vivir!

S: Pos aquí me tienes, chula, vivita y coleando, asín que sí que se puede.

J: No se, tía, lo mismo mañana te mueres.

S: Qué bruja eres, tía. No sé cómo eres mi amiga.

J: ¿Y quién le vas a decir a tu madre que te ha robao el corazón?

S: El Rulas. Ese que está siempre por el barrio pidiendo pal pico.

J: ¿El Rulas? Pero si ese no hace daño a nadie, tía.

S: Yaaa, tía, pero mi madre no lo sabe. Si al menos hubiera sido el Ruben…

J: ¿Es que te gusta el Ruben, tía? La verdad es que está mu güeno.

S: Si me lo hubiera robao el Ruben, lo habría dejao, tía.

J: Y dale, tía, que no te lo ha robao nadie, que se te ha caído.

S: Bueno, bueno, vale ya, tía, que bastante tengo ya con lo que tengo, joder.

J: Vale, vale. ¿Sabes que viene el Iván de O.T. a cantar el sábado en las fiestas?

S: ¿Siiii, tía? Jo, cómo me gusta, ¿vamos a ir, no?

J: Pos claro, tía.

S: ¿Cómo era la canción esa? Ah, sí, “tengo el corazón contento, el corazón contento, lleno de alegría…”

J: Jo, tía, que birónico, jajaja.

S: ¿Birónico? ¿Qué es birónico, tía? Que sueltas cada palabra que anda.

J: Birónico, tía, lo explicaron también en clase, que no te enteras, tía. Es birónico que cantes que tienes el corazón contento cuando no tienes corazón, tía.

S: Bueno tía, si me gusta la canción, ¿qué quieres que te diga? “Tengo el corazón contento, el corazón contento…”

J: “…Lleno de alegríííía, tengo el corazón contento desde aquel momento…”

Se alejan calle abajo cantando la canción.

jueves, 27 de noviembre de 2008

DECALOGO DE LOS DERECHOS DEL LECTOR

Queridos hatunes, el siguiente texto constituye el decálogo de los derechos incuestionables de los lectores y el epilogo de la obrita " Como una Novela" del profesor francés Danniel Pennac...seguro que la mayoría lo conoceis ya, pero es un texto muy hatun porque los hatunes también somos muy "leones", creo que merece estar aquí. Es muy largo, direis, y no tiene dibujos(icono burlón)...pues podeis acogeros al primer derecho y estamos en paz, además, confiemos en que el teniente nos cuelgue pronto una de esas entradas que casi son sólo fotografías maravillosas y compensamos un poco.


El derecho a no leer
Como cualquier enumeración de derechos que se respete, la de los derechos a la lectura debería empezar por el derecho a no hacer uso de ellos —y en este caso con el derecho a no leer—, sin lo cual no se trataría de una lista de derechos sino de una trampa viciosa.Para comenzar, la mayoría de los lectores se conceden a diario el derecho a no leer. Mal que le pese a nuestra reputación, entre un buen libro y una mala película de televisión, la segunda sale ganando con más frecuencia de lo que nos gustaría confesar. Y además nosotros no leemos de continuo. Nuestros períodos de lectura alternan a menudo con largas dietas durante las cuales basta la visión de un libro para despertar las miasmas de la indigestión.Pero lo más importante está en otra parte.Estamos rodeados de cantidad de personas del todo respetables, a veces graduadas en la universidad, incluso “eminentes” —de las cuales algunas hasta poseen excelentes bibliotecas—, pero que no leen, o leen tan poco que nunca se nos ocurriría la idea de ofrecerles un libro. No leen. Sea porque no sienten la necesidad, sea porque tienen muchas otras cosas que hacer (pero viene a ser lo mismo; es que esas otras cosas los colman o los obnubilan), sea porque alimentan otro amor y lo viven con una exclusividad absoluta. En resumen, a esas personas no les gusta leer. Y no por eso dejan de ser muy frecuentables, incluso deliciosas de frecuentar. (Al menos no nos piden de continuo nuestra opinión sobre el último libro que leímos, nos ahorran sus reservas irónicas sobre nuestro novelista preferido y no nos consideran retardados por no habernos precipitado sobre la última de Fulano, que acaba de salir, editada por Mengano, y de la cual el crítico Zutano ha dicho lo mejor.) Son tan “humanos” como nosotros, sensibles también a las desdichas del mundo, preocupados por los “derechos humanos” y comprometidos a respetarlos dentro de su esfera de influencia personal, lo que ya es mucho —pero ahí está, no leen. Allá ellos.La idea de que la lectura “humaniza al hombre” es justa en su conjunto, a pesar de que existen algunas excepciones deprimentes. Se es sin duda un poco más “humano”, si entendemos por eso un poco más solidario con la especie (un poco menos “fiera”), después de haber leído a Chejov que antes.Pero cuidémonos de flanquear este teorema corolario según el cual todo individuo que no lee debería ser considerado a priori como un bruto potencial o un cretino rehibitorio (sic). Si lo hacemos convertiremos la lectura en una obligación moral, y éste es el comienzo de una escalada que nos llevará rápidamente a juzgar, por ejemplo la “moralidad” de los libros mismos, en función de criterios que no tendrán ningún respeto por esa otra libertad inalienable: la libertad de crear. A partir de ese momento la bestia seremos nosotros, por más lectores que seamos. Y Dios sabe que bestias de esta especie no faltan en el mundo.En otras palabras, la libertad de escribir no podría acomodarse a la obligación de leer.El deber de educar, por su parte, consiste en el fondo en enseñar a leer a los niños, en iniciarlos en la literatura, en darles los medios para juzgar si sienten o no la “necesidad de los libros”. Puesto que si bien se puede admitir sin problema que un particular rechace la lectura, es intolerable que sea —o que se crea— rechazado por ella.
El derecho a saltarse las páginas
Leí La guerra y la paz por primera vez a los doce o trece años (más bien a los trece, estaba en quinto y bastante adelante). Desde el comienzo de las vacaciones, las largas, veía a mi hermano (el mismo de Vinieron las lluvias) internarse en esta novela enorme, y su mirada se volvía tan lejana como la del explorador que desde hace siglos ha perdido la preocupación por su tierra natal.—¿Es tan estupenda?— ¡Formidable!—¿Qué es lo que cuenta?—Es la historia de una chica que ama a un tipo y se casa con un tercero.Mi hermano siempre ha tenido el don de resumir. Si los editores lo contrataran para redactar sus textos de contraportada (esas patéticas exhortaciones a leer que se pegan al dorso de los libros), nos ahorrarían bastante palabrería inútil.—¿Me la prestas?—Te la doy.Yo estaba interno, ése era un regalo inestimable. Dos gruesos volúmenes que me mantendrían entusiasmado durante todo el trimestre. Cinco años mayor que yo, mi hermano no era del todo idiota (y por lo demás tampoco se ha vuelto) y sabía a ciencia cierta que La guerra y la paz no podía reducirse a una historia de amor, por bien elaborada que fuera. Sólo que conocía mi gusto por los incendios del sentimiento y sabía despertar mi curiosidad mediante la formulación enigmática de sus resúmenes. (Un “pedagogo, en mi opinión.) Estoy convencido que fue el misterio aritmético de su frase el que me hizo cambiar temporalmente mis Bibliotheque verte, rouge et or y demás Signes de piste para meterme en esta novela. “Una chica que ama a un tipo y se casa con un tercero”... no veo quién se hubiera podido resistir. De hecho no quedé decepcionado aunque se equivocó en sus cuentas. En realidad éramos cuatro los que amábamos a Natacha: el príncipe Andrés, ese granuja de Anatol (pero ¿se puede llamar a eso amor?), Pedro Bezujov y yo. Como yo no tenía la menor posibilidad, me resultó forzoso identificarme con los otros. (Pero no con Anatol, ¡un verdadero cabrón el tipo ése!)Lectura tanto más deliciosa en la medida en que se efectuaba durante la noche, a la luz de una linterna de bolsillo y bajo la colcha colocada como una tienda de campaña en medio de un dormitorio de cincuenta soñadores, roncadores y otros pataleadores. La habitación del vigilante en la que crepitaba la lamparilla estaba al lado, pero qué, en el amor siempre es el todo por el todo. Todavía hoy siento el volumen y el peso de aquellos libros en mis manos. Era la versión de bolsillo, con esa linda cara de Audrey Hepburn a la que miraba embelesado un Mel Ferrer principesco con pesados párpados de muchacho enamorado. Me salté las tres cuartas partes del libro por no interesarme más que el corazón de Natacha. Compadecí a Anatol, incluso, cuando le amputaron la pierna, maldije a ese bestia del príncipe Andrés por haberse quedado parado frente a ese cañón, en la batalla de Borodino... (“Pero tírate al suelo, por Dios, que va a explotar, no puedes hacerle eso, ¡ella te ama!”) Me interesé en el amor y en las batallas y me salté los asuntos políticos y las estrategias... Seguí muy de cerca los sinsabores conyugales de Pedro Bezujov y de su esposa Helena (nada simpática, Helena, de verdad no la encontré simpática...) y dejé a Tolstoi disertando solo sobre los problemas agrarios de la Rusia eterna...Me salté muchas páginas, de veras.Y todos los muchachos deberían hacer otro tanto.De esta manera podrían ofrecerse muy temprano casi todas las maravillas que se consideran inaccesibles para su edad.Si tienen ganas de leer Moby Dick, pero se desaniman ante los desarrollos de Melville sobre el material y las técnicas de la pesca de ballenas, no es menester que renuncien a su lectura sino que salten, salten sobre esas páginas y, sin preocuparse del resto, persigan a Ahab como él persigue su blanca razón para vivir o para morir. Si quieren conocer a Iván, Dimitri y Aliocha Karamazov y a su increíble padre, que abran y lean Los hermanos Karamazov, es para ellos, incluso si tienen que saltarse el testamento del starets Zósimo o la leyenda del Gran Inquisidor.Un gran peligro les acecha si no deciden por ellos mismos lo que está a su alcance y se saltan las páginas que ellos escojan: otros lo harán en su lugar. Se armarán con las grandes tijeras de la imbecilidad y recortarán todo lo que consideren demasiado “difícil”. Eso produce resultados espantosos. Moby Dick o Los miserables reducidos a resúmenes de 150 páginas, mutilados, chapuceados, encogidos, momificados, reescritos en un lenguaje famélico que se supone que sea el suyo. Un poco como si yo me pusiese a redibujar Guernica con el pretexto de que Picasso habría metido allí demasiados trazos para un ojo de doce o trece años.Y además incluso cuando hemos crecido, y hasta si nos repugna confesarlo, nos ocurre todavía que nos “saltemos páginas”, por razones que no nos conciernen más que a nosotros y al libro que leemos. Es posible también que nos lo prohibamos del todo, que leamos hasta la última palabra, juzgando que aquí el autor da largas, que aquí toca un aire de flauta medio gratuito, que en tal lugar cae en la repetición y en tal otro en la tontería. Digámonos lo que nos digamos, este disgusto testarudo que entonces nos imponemos no pertenece al orden del deber, es una categoría de nuestro placer de lector.
El derecho a no terminar un libro
Hay treinta y seis mil razones para abandonar una novela antes del final: la sensación de que ya le hemos leído, una historia que no nos agarra, nuestra desaprobación total de la tesis del autor, un estilo que nos eriza el cabello, o por el contrario una ausencia de escritura a la que ninguna otra razón compensa para que justifique ir más lejos... Inútil enumerar las otras 35995, entre las cuales sin embargo hay que colocar una caries dental, las persecuciones de nuestro jefe de departamento o un cataclismo del corazón que petrifica nuestra cabeza.¿El libro se nos cae de las manos?Que se caiga.Después de todo, no cualquiera es Montesquieu para poder ofrecerse por encargo el consuelo de una hora de lectura.Sin embargo, entre nuestras razones para abandonar una lectura, hay una que merece que nos detengamos un poco: el vago sentimiento de una derrota. Abrí, leí, y muy rápido me sentí hundido por algo más fuerte que yo. Reúno mis neuronas, me peleo con el texto, pero nada que hacer, por más que tenga el sentimiento de lo que está escrito allí merece ser leído, no pesco nada —o casi nada—, siento una “extrañeza” que no me ofrece asidero.Lo dejo.O más bien lo pongo a un lado. Lo coloco en mi biblioteca con el proyecto vago de volverlo a tomar algún día. Petersburgo de Andrei Bielyi, Joyce y su Ulises, Bajo el volcán de Malcolm Lowry me esperaron varios años. Hay otros que todavía me esperan y es probable que a algunos de ellos no los vuelva a tomar nunca. Eso no es un drama, así es. La noción de “madurez” es un asunto curioso en materia de lectura. Hasta cierta edad no tenemos la edad para ciertas lecturas, está bien. Pero, al contrario de las nuevas botellas, los buenos libros no envejecen. Nos esperan en las estanterías y somos nosotros quienes envejecemos. Cuando nos creemos con suficiente “madurez” para leerlos, empezamos de nuevo.Y entonces de dos cosas una: o el encuentro ocurre o es un nuevo fiasco. Quizás lo intentemos de nuevo, quizás no. Pero claro que no es culpa de Thomas Mann el que hasta ahora yo no haya podido alcanzar la cima de su Montaña mágica.La gran novela que se nos resiste no es necesariamente más difícil que la otra... hay allí, entre ella —por grande que sea— y nosotros —por aptos para “comprenderla” que nos consideremos— una reacción química que no funciona. Un buen día simpatizamos con la obra de Borges que hasta entonces nos tenía a distancia, pero seguiremos toda la vida ajenos a la de Musil... Aquí la elección está en nuestras manos: o pensamos que es culpa nuestra, que nos falta una casilla, que abrigamos una parte de tontería irreductible, o nos ponemos del lado de la noción muy controvertida del gusto y buscamos dibujar el mapa de los nuestros.Es prudente recomendar a nuestros muchachos esta segunda solución.Tanto más cuanto ella puede ofrecerles ese escaso placer de leer comprendiendo por fin por qué no nos gusta. Y este otro escaso placer: escuchar sin emoción al pedante en turno chillarnos en el oído:—¿Pero cómo es posible que no le guste Stendhaaaaal?Es posible.
El derecho a releer
Releer lo que había rechazado antes, releer sin saltarse una línea, releer desde otro ángulo, releer para verificar, sí... nos concedemos todos estos derechos.Pero releemos sobre todo gratuitamente, por el placer de la repetición, la alegría de los reencuentros, la puesta a prueba de la intimidad.“Otra vez, otra vez” decía el niño que fuimos... Nuestras relecturas de adultos tienen que ver con ese deseo: encantarnos con la permanencia y descubrirla todas las veces rica en nuevas maravillas.
El derecho a leer cualquier cosa
A propósito del “gusto”, ciertos de mis alumnos sufren mucho cuando se encuentran frente a la archiclásica disertación ¿Se puede hablar de novelas buenas y malas? Como detrás de su “yo no hago concesiones” son más bien gentiles, en lugar de abordar el aspecto literario del problema, lo miran desde un punto de vista ético y no tratan el problema sino desde el ángulo de las libertades. De golpe el conjunto de sus tareas podría resumirse en esta fórmula: “Claro que no, de ninguna manera, tenemos el derecho de escribir lo que queramos y todos los gustos de los lectores están en la naturaleza, ¿en serio!” Sí... sí, sí... postura del todo honorable...Lo que no impide que haya buenas y malas novelas. Se puede citar nombres, se pueden dar pruebas.Para ser breve, cortemos por lo sano: digamos que existe lo que yo llamaría una “literatura industrial” que se contenta con reproducir hasta el infinito los mismos tipos de relatos, despacha estereotipos en serie, comercia con los buenos sentimientos y las sensaciones fuertes, salta sobre todos los pretextos ofrecidos por la actualidad para producir una ficción de circunstancias, se entrega a “estudios de mercado” para liquidar, según la “coyuntura”, del tipo de “producto” que se supone inflamará a tal categoría de lectores.Éstas serán, con seguridad, malas novelas.¿Por qué? Porque no tienen nada que ver con la creación sino con la reproducción de “formas” preestablecidas, porque son un intento de simplificación (es decir de mentiras), cuando la novela es arte de verdad (es decir de complejidad), porque al halagar nuestros automatismos, adormecen nuestra curiosidad, en fin, y sobre todo, porque el autor no está allí, como tampoco está la realidad que pretende describirnos.En resumen, es una literatura en serie, “lista para disfrutarse”, hecha en molde y al que le gustaría apresarnos en el molde.No hay que creer que estas idioteces son un fenómeno reciente, ligado a la industrialización del libro. En absoluto. La explotación de lo sensacional, de la obrita ingeniosa, del estremecimiento fácil en una frase sin autor, no viene de ayer. Para no citar más que dos ejemplos, la novela de caballería se enterró allí, y el romanticismo mucho tiempo después. Pero como no hay mal que por bien no venga, la reacción a esta literatura descarriada nos ha dado dos de las más bellas novelas que hay en el mundo: Don Quijote y Madame Bovary. Hay, pues, “buenas” y “malas” novelas.A menudo son las segundas las que primero encontramos en nuestro camino.Y a fe mía, tenga el recuerdo de haberlas encontrado divertidísimas cuando pasé por ellas. Tuve mucha suerte: nadie se burló de mí, nadie levantó los ojos al cielo, nadie me trató de cretino. Apenas dejaron a mi paso algunas “buenas” novelas cuidándose de no prohibirme en absoluto las otras.Eso era prudencia.Buenas y malas, durante un tiempo leímos todo junto. Igual que no renunciamos de un día para otro a nuestras lecturas de infancia. Todo se mezcla. Se sale de La guerra y la paz para volver a lanzarse a los libros de aventuras de la Bibliotheque verte. Se pasa de la colección Harlequin (historias de bellos galenos y de enfermeras meritorias) a Boris Pasternak y a su Doctor Zhivago —también él un médico guapo, y Lara una enfermera, ¡y bien meritoria!Y después, un día, el que gana es Pasternak. Poco a poco nuestros deseos nos llevan a frecuentar a los “buenos”. Buscamos escritores, buscamos escrituras; superados los que son sólo camaradas de juegos, reclamamos compañeros de ser. La anécdota sola ya no nos basta. Ha llegado el momento en que pedimos a la novela algo más que la satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones.Una de las grandes alegrías del ”pedagogo” es —cuando está autorizada cualquier lectura— ver a un alumno cerrar solo la puerta de la fábrica best-seller para subir a respirar donde el amigo Balzac.

El derecho al bovarismo (enfermedad textualmente transmisible)
A grandes rasgos, el bovarismo es esa satisfacción inmediata y exclusiva de nuestras sensaciones: la imaginación se inflama, los nervios vibran, el corazón se acelera, la adrenalina salta, la identificación opera en todas direcciones, y el cerebro confunde (por un momento) el gato de lo cotidiano con la libre de lo novelesco...Para todos es nuestro primer estado de lectura. Delicioso.Pero más o menos aterrador para el observador adulto que, casi siempre, se apresura a blandir un “buen título” bajo las narices del joven bovariano, exclamando:—De todas maneras Maupassant es “mejor”, ¿no?Calma... No ceder uno mismo al bovarismo; decirse que Ema, después de todo, no era más que un personaje de novela, es decir, el producto de un determinismo en el que las causas sembradas por Gustave no engendraban sino los efectos —por verdaderos que fuesen— deseados por Flaubert.En otras palabras, el hecho de que esta muchacha coleccione novelas románticas no significa que terminará tragando arsénico a cucharadas.Forzarla en esta etapa de sus lecturas es alejarnos de ella, renegando de nuestra propia adolescencia. Y es privarla del placer incomparable de prescindir mañana y por sí misma de los estereotipos que, hoy, parecen fascinarla.Es prudente reconciliarnos con nuestra propia adolescencia; odiar, despreciar, negar o simplemente olvidar al adolescente que fuimos es en sí misma una actitud adolescente, una concepción de la adolescencia como una enfermedad mortal.De allí la necesidad de que recordemos nuestras primeras emociones como lectores y de que le levantemos un pequeño altar a nuestras viejas lecturas, incluyendo las más “tontas”. Desempeñan ellas un papel inestimable: emocionarnos por lo que fuimos al tiempo que nos hacen reír de lo que nos emocionaba. Los jóvenes que comparten nuestra vida sin duda alguna ganarán con ello en respeto y en ternura.Vilipendiamos la estupidez de las lecturas adolescentes, pero no es raro que nos rindamos al éxito de un escritor telegénico, del que nos burlaremos cuando haya pasado de moda. Las preferencias literarias se explican muy bien por esta alternancia de nuestros caprichos ilustrados y de nuestras negaciones perspicaces.Nunca engañados, siempre lúcidos, pasamos el tiempo sucediéndonos a nosotros mismos, convencidos para siempre de que madame Bovary es la otra.Ema debía compartir esta convicción.
El derecho a leer en cualquier parte
Chalons-sur-Marne, 1971, invierno.Cuartel de la escuela de prácticas de artillería.Durante la distribución matutina de las faenas, el soldado de segunda clase Fulano (matrícula 14672/1, bien conocido de nuestros servicios) se ofrece día a día como voluntario para la tarea menos popular, la más ingrata, la que es asignada frecuentemente como castigo y que atenta contra los honores mejor templados: la legendaria, la infamante, la innombrable faena de letrinas.Todas las mañanas.Con la misma sonrisa (interior).—¿Faena de letrinas?Da un paso al frente:—¡Fulano!Con la gravedad última que precede al asalto, toma la escoba de la que cuelga la bayeta como si se tratase del estandarte de la compañía y desaparece, para gran alivio de la tropa. Es un valiente: nadie lo sigue. El ejército entero se queda a cubierto en la trinchera de las faenas honorables.Pasan las horas. Se le cree desaparecido. Casi se le ha olvidado. Se le olvida. Sin embargo reaparece al terminar la mañana, golpeando los talones para el informe al cabo de compañía: “¡Letrinas impecables, mi cabo!” El cabo recupera bayeta y escoba con una mirada en la que se dibuja una profunda interrogación que no formula jamás (respeto humano obliga). El soldado saluda, da media vuelta, se retira, llevando consigo su secreto.El secreto pesa bastante en el bolsillo derecho de su traje de fatiga: 1900 páginas que la Pleiade consagró a las obras completas de Nicolás Gogol. Un cuarto de hora de bayeta contra una mañana de Gogol... Cada mañana, desde hacía dos meses de invierno, confortablemente sentado en la sala de los tronos, encerrado con doble llave, el soldado Fulano vuela muy por encima de las contingencias militares. ¡Todo Gogol! Desde las nostálgicas Veladas de Ucrania hasta los hilarantes Cuentos peterburgueses, pasando por el terrible Taras Bulba, y el humor negro de Las almas muertas, sin olvidar el teatro y la correspondencia de Gogol, ese Tartufo increíble.Porque Gogol es el Tartufo que habría inventado Moliere —lo que el soldado Fulano no habría comprendido nunca si hubiera cedido esta tarea a los demás.Al ejército le gusta celebrar los hechos de armas.De éste apenas quedan dos alejandrinos, grabados muy arriba, en el metal de un tanque de agua, y que se cuentan entre los más suntuosos de la poesía universal:Si, yo puedo sin mentir, y esto es doctrinadecir que leí entero a Gogol en la letrina.(Por su parte Clemenceau, “el tigre”, también él un famoso soldado, daba gracias a una constipación crónica, sin la cual afirmaba, no hubiera tenido la dicha de leer las Memorias de Saint-Simon.)
El derecho a picotear
Yo picoteo, tú picoteas, dejémoslos picotear.Es la autorización que nos concedemos para tomar cualquier volumen de nuestra biblioteca, abrirlo en cualquier parte y meternos en él por un momento, porque sólo disponemos de ese momento. Ciertos libros se prestan al picoteo mejor que otros porque están compuestos de textos cortos y separados: las obras completas de Alfonso Allais o de Woody Allen, las novelas cortas de Kafka o de Saki, Los Papiers collés de George Perros, el buen viejo La Rochefoucauld, y la mayor parte de los poetas...Dicho esto, se puede abrir a Proust, a Shakespeare o la Correspondencia de Raymond Chandler por cualquier parte y picotear aquí y allá, sin correr el menor riesgo de resultar decepcionados.Cuando no se tiene el tiempo ni los medios para tomarse una semana en Venecia, ¿por qué rehusarse el derecho de pasar allí cinco minutos?
El derecho a leer en voz alta
Le pregunto:—¿Te leían cuentos en voz alta cuando eras pequeña?Ella me contesta:—Nunca. Mi padre estaba a menudo de viaje y mi madre demasiado ocupada.Le pregunto: —¿Entonces de dónde te viene ese gusto por la lectura en voz alta?Me contesta:—De la escuela.Feliz de oír que por fin alguien le reconoce algún mérito a la escuela, exclamó alegre:—¡Ah, lo ves!Ella me dice:—En absoluto. La escuela nos prohibía la lectura en voz alta: La lectura silenciosa era ya el credo en mi época. Directo del ojo al cerebro. Transcripción instantánea. Rapidez, eficacia. Con una prueba de comprensión cada diez líneas. La religión del análisis y el comentario desde el principio. La mayoría de los muchachos reventaban de miedo, y ése no era sino el comienzo. Todas mis respuestas eran correctas, si quieres saberlo, pero apenas volvía a casa releía todo en voz alta.—¿Por qué?—Para maravillarme. Las palabras pronunciadas se lanzaban a existir fuera de mí, vivían de verdad. Y además porque me parecía que esto era un acto de amor. Que era el amor mismo. Siempre he tenido la impresión de que el amor al libro pasa por el amor a secas. Acostaba a mis muñecas en la cama, en mi lugar, y les leía. A veces me dormía a sus pies, sobre la alfombra.La escucho... la escucho, y me parece oír a Dylan Thomas, borracho como la desesperación, leyendo sus poemas con voz de catedral...La escucho y me parece ver a Dickens el viejo, Dickens huesudo y pálido, ya a punto de morirse, subir a escena... su gran público de iletrados de repente petrificado, silencioso hasta el punto de que se oía abrir el libro... Oliver Twist... la muerte de Nancy ¿es la muerte de Nancy lo que va a leernos!La escucho y oigo a Kafka reírse hasta las lágrimas leyéndole La metamorfosis a Max Brod, quien no está seguro de entenderla... Y veo a la pequeña Mary Shelley ofrecerle largos trozos de su Frankenstein a Percy y a sus entusiasmados camaradas...La escucho y aparece Martin du Gard leyéndole a Gide sus Thibault... pero Gide no parece oírlo... están sentados a la orilla de un río... Martin du Gard lee, pero la mirada de Gide está en otra parte... los ojos de Gide se han ido allá abajo, donde dos adolescentes se zambullen... una perfección que el agua viste de luz... Martin du Gard está furioso... pero no, él leyó bien... y Gide oyó todo... y Gide le comenta todo lo bien que piensa de estas páginas... pero de todas maneras habría tal vez que modificar esto y aquello, por aquí y por allá...Y Dostoievski, que no se contentaba con leer en voz alta, sino que escribía en voz alta... Dostoievski, sin aliento, después de haberle vociferado su requisitoria contra Raskolnikov (o contra Dimitri Karamazov, ya no lo sé)... Dostoievski preguntándoles a Anna Grigorievna, la esposa estenógrafa:“¿Entonces, en tu opinión, cuál es el veredicto? ¿Ah?”Anna: ¡Condenado!Y el mismo Dostoievski, después de haberle dictado el alegato de la defensa: “¿Entonces? ¿Entonces?”Anna: ¡Absuelto!Sí...Extraña desaparición, la de la lectura en voz alta. ¿Qué hubiera pensado Dostoievski? ¿Y Flaubert? ¿No más al derecho de ponerse las palabras en la boca antes de metérselas en la cabeza? ¿No más oído? ¿No más música? ¿No más saliva? ¿No más gusto, las palabras? ¡Y entonces qué! ¿O es que Flaubert no gritaba su Bovary hasta reventarse los tímpanos? ¿O es que él no está definitivamente mejor ubicado que nadie para saber que el entendimiento del texto pasa por el sonido de las palabras, de dónde brota todo su sentido? ¿Es que él, que se ha peleado tanto contra la música intempestiva de las sílabas, la tiranía de las cadencias, no sabe mejor que nadie que el sentido se pronuncia? ¿Qué? ¿Textos mudos para espíritus puros? ¡A mí Rabelais! ¿A mí Flaubert! ¡Dosto! ¡Kafka! ¡Dickens, a mí! ¡Gigantescos gritadores de sentidos, aquí de inmediato! ¡Vengan a insuflar nuestros libros! ¡Nuestras palabras necesitan cuerpos! ¡Nuestros libros necesitan vida!Es verdad que es confortable, el silencio del texto... no se arriesga allí la muerte de Dickens, a quien sus médicos le pedían callar por fin sus novelas... el texto y él mismo... todas esas palabras amordazadas en la cocina acolchada de nuestra inteligencia... cómo se siente uno que es alguien en ese silencioso tejerse de nuestros comentarios... y además, al juzgar el libro a solas no se corre el riesgo de ser juzgado por él pues cuando se mezcla la voz, el libro dice mucho sobre su lector... el libro lo dice todo. El hombre que lee de viva voz se expone de manera absoluta. Si no sabe lo que lee, es ignorante en sus palabras, es una miseria, y eso se escucha. Si rehúsa habitar su lectura, las palabras permanecen como letras muertas, y eso se siente. Si colma el texto de su presencia, el autor se retracta, es un número de circo, y eso se ve. El hombre que lee de viva voz se expone de manera absoluta a los ojos que lo escuchan.Si lee de verdad, si pone en ello su saber y domina su placer, si su lectura es un acto de simpatía con el auditorio tanto como con el texto y su autor, si logra que se oiga la necesidad de escribir y despierta nuestra oscura necesidad de comprender, entonces los libros se abren de par en par, y la muchedumbre de aquellos que se creían excluidos de la lectura se precipitan tras él.
El derecho a callarnos
El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe libros porque se sabe mortal. Vive en grupos porque es gregario, pero lee porque se sabe solo. La lectura es una compañía que no ocupa el lugar de ninguna otra y a la que ninguna compañía distinta podría reemplazar. No le ofrece ninguna explicación definitiva sobre su destino, pero teje una retícula apretada entre de complicidades entre la vida y él. Ínfimas y secretas complicidades que hablan de la necesidad paradójica de vivir, al tiempo que iluminan el absurdo trágico de la vida... De modo que nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir. Y a nadie se le ha otorgado poder para pedirnos cuentas sobre esta intimidad.Los pocos adultos que me dieron a leer se borraron siempre frente al libro y se abstuvieron de preguntarme lo que yo había entendido. A ellos, claro, yo les hablaba de mis lecturas. Vivos o muertos, les regalo estas páginas.

martes, 25 de noviembre de 2008


CONCILIAR EL SUEÑO

Lo que ocurre, doctor, es que en mi caso, los sueños vienen por ciclos temáticos. Hubo una época en la que soñaba con inundaciones. De pronto los ríos se desbordaban y anegaban los campos, las calles, las casas y hasta mi propia cama. Fíjense que en mis sueños aprendía a nadar y gracias a eso sobreviví a las catástrofes naturales. Lamentablemente, esa habilidad tuvo una vigencia sólo onírica, ya que un tiempo después pretendí ejercerla, totalmente despierto, en la piscina de un hotel y estuve a punto de ahogarme.

Luego vino un periódo en que soñé con aviones. Más bien, con un solo avión, porque siempre era el mismo. La azafata era feúcha y me trataba mal. A todos les daba champan, menos a mí. Le pregunté por qué y ella me miró con un rencor largamente prolongado y me contestó: «Vos sabés bien por qué». Me sorprendió tanto aquel tuteo que casi me despierto. Además, no imaginaba a qué podía referirse. En esa duda estaba cuando el avión cayó en un pozo de aire y la azafata feúcha se desparramó en el pasillo, de tal manera que la minifalda se le subió y pude comprobar que abajo no llevaba nada. Fue precisamente ahí cuando me desperté, y, para mi sorpresa, no estaba en mi cama de siempre sino en un avión, fila 7 asiento D, y una azafata con rostro de Gioconda me ofrecía en inglés básico una copa de champán. Como ve, doctor, a veces los sueños son mejores que la realidad y también viceversa. ¿Recuerda lo que dijo Kant? «El sueño es un arte poético involuntario.»

En otra etapa soñé reiteradamente con hijos. Hijos que eran míos. Yo que soy soltero y no los tengo ni siquiera naturales. Con el mundo como está. Me parece un acto irresponsable concebir nuevos seres. ¿Usted tiene hijos? ¿Cinco? Excuse me. A veces digo cada pavada.

Los niños de mis sueños eran bastante pequeños. Algunos gateaban y otros se pasaban la vida en el baño. Al parecer, eran huérfanos de madre, ya que ella jamás aparecía y los niños no habían aprendido a decir mamá. En realidad, tampoco me decían papá, sino que en su media lengua me decían «turco». Tan luego a mí, que vengo de abuelos coruñeses y bisabuelos lucenses. «Turco vení», «Turco, quero la papa», «Turco, me hice pipí». En uno de esos sueños, bajaba yo por una escalera medio rota, y zas, me caí. Entonces el mayorcito de mis nenes me miró sin piedad y dijo: «Turco, jodete». Ya era demasiado, así que desperté de apuro a mi realidad sin angelitos.

En un ciclo posterior de fútbol soñado, siempre jugué de guardameta o golero o portero o goalkeeper o arquero. Cuántos nombres para una sola calamidad. Siempre había llovido antes del partido, así que las canchas estaban húmedas y era inevitable que frente a la portería se formara un laguito. Entonces aparecía algún delantero que me fusilaba con ganas y en primera instancia yo atajaba, pero en segunda instancia la pelota mojada se escabullía de mis guantes y pasaba muy oronda la línea de gol. A esa altura del partido (nunca mejor dicho), yo anhelaba con fervor despertarme, pero todavía me faltaba escuchar cómo la tribuna a mis espaldas me gritaba unánimemente: traidor, vendido, cuánto te pagaron y otras menudencias.

En los últimos tiempos mis aventuras nocturnas han siso invadidas por el cine. No por el cine de ahora, tan venido a menos, sino por el de antes, aquél que nos conmovía y se afincaba en nuestras vidas con rostros y actitudes que eran paradigmas. Yo me dedico a soñar con actrices. Y qué actrices: digamos Marilyn Monroe, Claudia Cardinale, Harriet Anderson, Sonia Braga, Catherine Deneuve, Anouk Aimée, Liv Ullmann, Glenda Jackson y otras maravillas. (A los actores, mi Morfeo no les otorga visa.) Como ve, doctor, la mayoría son veteranas o ya no están, pero yo las sueño como aparecían en las películas de entonces.

Verbigracia, cuando le digo a Claudia Cardinale, no se trata de la de ahora (que no está mal) sino la de La ragazza con la valiglia, cuando tenía 21. Marilyn, por ejemplo, se me acerca y me dice en un tono tiernamente confidencial: «I don't love Kennedy. I love you. Only you». Sepa usted que en mis sueños las actrices hablan a veces en versión subtitulada y otras veces dobladas al castellano. Yo prefiero los subtítulos, ya que una voz como la de Glenda Jackson o la de Catherine Deneuve son insustituibles.

Bueno, en realidad vine a consultarle porque anoche soñé con Anouk Aimée, no la de ahora (que tampoco está mal) sino la de Montparnasse 19, cuando tenía unos fabulosos 26 años. No piense mal. No la toqué ni me tocó. Simplemente se asomó por una ventana de mi estudio y sólo dijo (versión doblada): «Mañana de noche vendré a verte, pero no a tu estudio sino a tu cama. No lo olvides». Como voy a olvidarlo. Lo que yo quisiera saber, doctor, es si los preservativos que compro en la farmacia me servirán en sueños. Porque ¿sabe? no quisiera dejarla embarazada.

De Mario Benedetti, en el libro Buzón de Tiempo



lunes, 24 de noviembre de 2008

SIN PARACAIDAS





Buceando en por la red he encontrado una página, “la comunidad de los cuentos” y en ella un texto asombrosamente hermoso de Julio Cortázar
Bueno, lo tenía que compartir con vosotros. No se que pensareis del mismo pero a mi me ha conmovido profundamente. Tanto por la belleza de las palabras, tan importantes para mí, como por la emocionada entrega del autor. Y porque me gusta el espíritu del texto, “amar sin dar tiempo a revisar el paracaídas”. Si alguien conoce otra forma más cómoda, placentera y fácil de querer que la cuente. Yo me quedo con la del maestro Cronopio. Ahí os lo dejo, es corto, y es bello.

Pero me dormiré ahora con mis cinco sentidos sobrepuestos, acongojándome en algún río que retoña…. Vi que tu trastorno invadió la hora y el calor no se ahogó cuando debía.

Si se destajó tu asombro no fue por tus endrinas manos resguardadas, o por tus músculos amorosos hechos polvo, quizás fue porque quisiste mirar ciego y tocar sin ver, amanecer con pocos sueños….

Y si te quiero es porque mis ojos se abrieron más allá de tu boca, y porque tu temblor tierno arrancó lo aparente, se fue volando el consuelo, no nos dimos tiempo de revisar el paracaídas…

Y dentro de ese lejos en el que te desvelas parece ser que yo dormí algún día.

viernes, 21 de noviembre de 2008

ODA A UN GRAN ATÚN EN EL MERCADO

En el mercado verde, bala del profundo océano,
proyectil natatorio, te vi, muerto.

Todo a tu alrededor eran lechugas,
espuma de la tierra, zanahorias, racimos,
pero de la verdad marina, de lo desconocido,
de la insondable sombra, agua profunda, abismo,
sólo tú sobrevivías alquitranado, barnizado,
testigo de la profunda noche.

Sólo tú, bala oscura del abismo, certera,
destruida sólo en un punto, siempre renaciendo,
anclando en la corriente sus aladas aletas,
circulando en la velocidad,
en el transcurso de la sombra marina
como enlutada flecha, dardo del mar,
intrépida aceituna.

Muerto te vi, difunto rey de mi propio océano,
ímpetu verde, abeto submarino,
nuez de los maremotos, allí, despojo muerto,
en el mercado era sin embargo tu forma
lo único dirigido entre la confusa
derrota de la naturaleza:

entre la verdura frágil estabas solo
como una nave, armado entre legumbres,
con ala y proa negras y aceitadas,
como si aún tú fueras la embarcación del viento,
la única y pura máquina marina:
intacta navegando las aguas de la muerte.

El Poeta, o sea, Pablo Neruda

ALMA DESNUDA

Soy un alma desnuda en estos versos,
Alma desnuda que angustiada y sola
Va dejando sus pétalos dispersos.

Alma que puede ser una amapola,

Que puede ser un lirio, una violeta,
Un peñasco, una selva y una ola.

Alma que como el viento vaga inquieta

Y ruge cuando está sobre los mares,
Y duerme dulcemente en una grieta.

Alma que adora sobre sus altares,

Dioses que no se bajan a cegarla;
Alma que no conoce valladares.

Alma que fuera fácil dominarla

Con sólo un corazón que se partiera
Para en su sangre cálida regarla.

Alma que cuando está en la primavera
Dice al invierno que demora: vuelve,
Caiga tu nieve sobre la pradera.

Alma que cuando nieva se disuelve
En tristezas, clamando por las rosas
con que la primavera nos envuelve.

Alma que a ratos suelta mariposas
A campo abierto, sin fijar distancia,
Y les dice: libad sobre las cosas.

Alma que ha de morir de una fragancia
De un suspiro, de un verso en que se ruega,
Sin perder, a poderlo, su elegancia.

Alma que nada sabe y todo niega
Y negando lo bueno el bien propicia
Porque es negando como más se entrega.

Alma que suele haber como delicia
Palpar las almas, despreciar la huella,
Y sentir en la mano una caricia.

Alma que siempre disconforme de ella,

Como los vientos vaga, corre y gira;
Alma que sangra y sin cesar delira
Por ser el buque en marcha de la estrella.

De Alfonsina Storni, vestida de mar

jueves, 20 de noviembre de 2008

COLORES Y TEXTURAS

Dijo alguien, que nunca fue tan oscuro como antes del amanecer.

martes, 18 de noviembre de 2008

Gratitud



Es el prólogo de un post sobre Oliverio que tengo en mente.


Gracias aroma
azul,
fogata
encelo.
Gracias pelo
caballo
mandarino.
Gracias pudor
turquesa
embrujo
vela,
llamarada
quietud
azar
delirio.
Gracias a los racimos
a la tarde,
a la sed
al fervor
a las arrugas,
al silencio
a los senos
a la noche,
a la danza
a la lumbre
a la espesura.
Muchas gracias al humo
a los microbios,
al despertar
al cuerno
a la belleza,
a la esponja
a la duda
a la semilla
a la sangre
a los toros
a la siesta.
Gracias por la ebriedad,
por la vagancia,
por el aire
la piel
las alamedas,
por el absurdo de hoy
y de mañana,
desazón
avidez
calma
alegría,
nostalgia
desamor
ceniza
llanto.
Gracias a lo que nace,
a lo que muere,
a las uñas
las alas
las hormigas,
los reflejos
el viento
la rompiente,
el olvido
los granos
la locura.
Muchas gracias gusano.
Gracias huevo.
Gracias fango,
sonido.
Gracias piedra.
Muchas gracias por todo.
Muchas gracias.
Oliverio Girondo,
agradecido.


continuará...

lunes, 17 de noviembre de 2008

BUCEANDO

Ayer tarde me dedique a bucear por Hatunia, maldita la hora… ¿Maldita? Os preguntareis. ¿Por qué dice “maldita la hora” el Subcomandante? Allá, en las profundidades de Hatunia fui encontrando mensajes que me citaban, o me recordaban, y no solo con cariño, sino con devoción y tan llenos de tristeza y pesar como de cariño sincero… Como hacían referencia a otros del “foroloco” allí fui, con mi escafandra de buceo y mi cota de malla contra la estulticia de unos y contra la nostalgia de muchos buenos ratos pasados allá, en vuestra compañía, no solo virtual y cibernética, sino tan real como la de cualquier fiel amigo, como la de cualquiera de los que amas y te aman que aun en su ausencia te conforta su amor y su recuerdo.

¿Y qué me encontré en las profundidades del “foroloco”? Allí estabais todos vosotros, mis queridos y amados hermanos, soldados de Hatunia, guerreros feroces e invictos, de valor inconmensurable forjado en mil batallas, vosotros a los que no haría temblar un ejército hostil de miles de temibles soldados, allí, llorando la ausencia de vuestro capitán, de vuestro amigo, de vuestro hermano… y mi cota de malla contra la tristeza se quebró, y sentí cada lloro, hice mía cada lágrima, y añoré cada uno de los momentos pasados, disfrutados a vuestro lado, y, sin poder evitarlo, la lagrimas vinieron a mis ojos, espero que de corta visita, y me sentí culpable por dejaros huérfanos, aunque no hayan sido más que unos meses, de esa manera tan inesperada, sin un adiós o una explicación..

Muchas veces me demostrasteis vuestro valor, vuestra inteligencia, cada día disfrute de vuestro sentido del humor, pero ayer vi, además de todo esto, vuestro amor y cariño, desde mi querida benjamina Mireyeta, hasta la última, el último de mis bravos hatunes, y yo, ya desarmado, a pecho descubierto, tan solo deciros, os amo.

Subcomandante Bloguerrillero
General de los Ejércitos de Hatunia
Amado Inconmensurablemente
Afortunado en amores y en amigos
p.d.: Cancion "Allá donde habitan los Hatunes"
En el mar más profundo, allá donde solo habitan los Hatunes
Donde solo se escucha el rumor de las olas,
y la música incesante de los corazones
de todos vosotros, sus habitantes,
donde no hay odio, envidias, donde no hay dolor..
Donde solo impera el amor,
allá, donde todos se miran a los ojos,
desnudas sus almas, desnudos sus corazones,
donde la sonrisa en el primer saludo,
allí, quiero estar yo

Donde el negocio no tiene lugar,
donde el odio no se concibe,
donde el dinero no tiene valor,
y donde el artificio, y la vanidad están de más,
allí, donde estáis vosotros, allí, mis amigos,
mis queridos amigos, allí quiero vivir yo

Donde cada palabra es un poema,
donde cada frase una canción,
donde todo es pureza, cariño, amor,
donde cada mirada es un beso
y cada caricia hacer el amor,
donde estéis vosotros,
mis queridos hatunes,
allí moriré yo

DEPORTE DE RIESGO

Siguiendo con mis reportajillos cutre-salchicheros, parcos en palabras - ya habrá tiempo para explayarse largo y tendido - pero bien nutridos de imágenes, hoy toca algo sobre un deporte extremo. Más que nada por el riesgo que supone para el bolsillo... Por lo demás, estético, relajante y entretenido, aunque muy perro.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Un cuento de corazón (2ª y última parte)

III
Pasaron los días y fui recuperando mi vida normal: buscar trabajo, sellar el paro, salir de copas, ver la tele, leer un poco. Casi había olvidado el tema del corazón, salvo por pequeños detalles que me alarmaban cuando se producían, pero que borraba de mi memoria rápidamente. Una tarde descubrí que llevaba más de media hora mirando la ventana de la lavadora, la veía girar y girar con la ropa dentro, y sentía lo mismo que si estuviera viendo la televisión, es decir, nada. Ya no iba al cine, no me emocionaba, y evitaba el contacto con otras personas. No me interesaba nada lo que tuvieran que contarme.
Un día, hacía ya más de quince del episodio del corazón, llamaron al timbre con insistencia. Abrí la puerta sin preocuparme de mi aspecto, y me encontré a un chico joven de sonrisa torcida vestido con el uniforme de una empresa de transporte.
- ¿Sí? –pregunté.
- ¿Es usted María… Soriano? – me devolvió la pregunta.
- Si, ¿qué quieres? –unos segundos de conversación ya me habían hastiado.
- Traigo este paquete para usted.
- ¿Paquete? ¿Qué paquete? Yo no he encargado nada –le respondí.
- Bueno… Yo no se, tiene que firmarme aquí y aquí –me dijo señalando un formulario.
- ¿Hay que pagar algo? –pregunté suspicaz.
- No, no, ya está, sólo tiene que firmarme, señora –contestó.
Sonreí ante lo de señora. Yo podría ser todo menos una señora, así me lo decía el espejo todos los días, era evidente.
Firmé donde el chico me indicaba y me entregó el paquete. Se marchó. Sopesé la pequeña caja que me había dado: estaba muy bien envuelta y pesaba poco. Leí el nombre del remitente y no lo reconocí, además, los apellidos estaban borrosos, sólo identifiqué el nombre de Jaime. No conocía a ningún Jaime, me dije. Pasados unos minutos al fin me di cuenta de que seguía en la puerta de casa, entré y cerré suavemente. Dejé el paquete sobre la mesa de la cocina. Me intrigaba, pero no me decidía a abrirlo, como si no quisiera saber qué guardaba. Me preparé un café y encendí un pitillo; me senté ante la mesa y cogí unas tijeras de cocina para cortar el precinto. Finalmente la abrí. Y allí estaba, hecho trozos, todavía con algún resto de basura pegado, mi corazón.
Noté que una arcada subía desde mi estómago hasta la boca, el café y el cigarrillo quedaron olvidados en la mesa de la cocina, me precipité al baño y vomité todo lo que había comido. “Esto si es un gran recibimiento”, pensé, “me despedí de él con vómitos y vuelve a mi para que vomite de nuevo”. Me limpié como pude y volví a la cocina. Sentada frente al paquete, lo miraba y no sabía qué hacer. Se me ocurrió meterlo a la nevera. “Qué estupidez, lleva más de quince días por ahí y está hecho pedazos”, me dije. “¿Qué hago? ¿Me estoy volviendo loca? No, tengo un paquete, tengo un nombre, he firmado un recibo, alguien me lo ha mandado, esto es real… ¿Qué hago, por Dios?” Y la respuesta me la dio una de las voces que habitaban en mi cabeza: “Cómetelo”, me dijo. Y no lo pensé, cogí una sartén, añadí aceite y volqué el contenido del paquete. Quería que volviera a mí, daba igual la forma, lo necesitaba en mi cuerpo de nuevo. Y me lo comí. Con cada bocado lloré todo lo que no había llorado nunca, y cuando terminé me quedé satisfecha y totalmente relajada.

IV
Han pasado cinco años desde que me ocurrió aquello. Enderecé mi vida como pude y conseguí un trabajo que no estaba mal pagado, conocí a un hombre del que me enamoré y fui correspondida, y aunque a veces discutimos agriamente, ambos sabemos que nos queremos y seguimos juntos. No le he contado lo que me pasó, tal vez no me creería.
Por cierto. Se llama Jaime.
FIN

martes, 11 de noviembre de 2008

Un cuento de corazón

Por encima de la música que sonaba y del ruido de las conversaciones, escuché una especie de chapoteo. Miré hacia abajo, y ahí estaba, mi corazón, no podría explicar por qué estaba tan segura de que era mi corazón ese trozo de carne roja ya un poco pisoteado y con algunas colillas pegadas, pero lo era. Una rubia muy alta que bailaba a mi lado clavó su tacón de aguja justo en el centro del corazón, y me llevé la mano al pecho esperando la punzada de dolor que vendría, y no sentí nada. Esperé también que bajara la vista asqueada, para comprobar qué era lo que había pisado, pero tampoco sucedió. Sin embargo, mi corazón se partió en trozos y al cabo de varios minutos ya formaba parte de los zapatos de gente que apenas conocía.

Avergonzada, deseando que nadie se diera cuenta de lo que había ocurrido, empecé a deslizar el pie por el suelo, dirigiendo aquellos pedazos hacia las paredes del bar. Un rato después, alguien propuso ir a una discoteca de moda; cogí mi bolso y nos marchamos. En la puerta me volví para ver cómo un camarero aplastaba uno de los pedazos mientras arrastraba un barril de cerveza. “Ahora se le llenarán las manos de sangre”, pensé mientras la puerta se cerraba a mi espalda.

II

Intenté incorporarme rápidamente y en mi cabeza comenzó a sonar una orquesta desafinada donde los principales instrumentos eran el bombo y los platillos. Tenía el pelo aplastado y notaba algo mojado bajo mi cara. Despacio, con cuidado, me senté en la cama y pude comprobar que era mi propio vómito. “Si fuera una perra, lo lamería”, me dije mientras aguantaba una arcada, mi estómago también se quejaba amargamente de la noche anterior. Logré ponerme en pie y caminé hasta el cuarto de baño. Frente al espejo cerré los ojos, todavía no estaba preparada para mirarme. Me lavé la cara con agua fría y levanté la vista. Ahí estaba yo: el pelo pegado al cráneo por el vómito, los ojos rojos, ojeras marcadas y un sabor asqueroso en la boca. “Voy a ducharme, a lavarme los dientes, a cambiar la cama y a acostarme de nuevo” susurré a la imagen que el espejo me devolvía, “mañana estaré mejor”.

Cuando quise quitarme la camiseta manchada para meterme en la ducha, algo me lo impidió. Era como si yo tratara de tirar hacia arriba de la camiseta, y algo o alguien tirara hacia abajo, evitando que me la quitara. Sentí tanto miedo que me faltó la respiración, pero miré para ver qué ocurría y eran mis propias manos las que tiraban hacia abajo de la camiseta, las que no me obedecían. Enganchadas como garfios en la tela, comprobé que no las controlaba, que funcionaban por su cuenta, alejadas por completo de las órdenes de mi cabeza. “¿Por qué, qué pasa?” me pregunté asustada. Y entonces la imagen llegó hasta mí con tal velocidad que me tambaleé como si hubiera recibido una descarga eléctrica. “¡Mi corazón! ¡No está! ¡Mis manos me protegen para que no vea el agujero en mi pecho!” De la misma forma que si hubiera pronunciado un hechizo, mis dedos se aflojaron inmediatamente, de haber tenido en su sitio el corazón, éste galoparía alocadamente bajo mi pecho, pero no era el caso, seguramente ya estaría en la basura junto con los papeles y colillas del bar. “Mira, al menos ya sabes que no te vas a morir de un infarto, nena”, bromeé, todavía muy asustada. Metí las manos bajo el agua de nuevo, dejando que corriera sobre mis muñecas, y me relajé. “Vamos, tú siempre has sido una mujer valiente, nena, tienes que hacerlo, tienes que verlo. No puede ser peor que encontrarte el corazón tirado en el suelo del bar”. Respiré profundamente varias veces, fijé la mirada en la cara del espejo que en ese momento me parecía tan ajena, y con un gesto rápido me quité la camiseta. No había agujero, ni grande ni pequeño. No había sangre, ni cicatriz, ni marcas. Nada. “Tal vez lo has soñado” me dijo una vocecita en mi cabeza. “Sabes que no, que es cierto, NO TIENES CORAZÓN”, me dijo otra. “No quiero volverme loca” pronuncié en voz alta, y las otras voces se callaron al momento.

Entré en la ducha y dejé que el agua limpiara mi cuerpo durante un buen rato. Con los restos de vómito se fueron también gran parte de las inquietudes, y conseguí tranquilizarme un poco más. La noche anterior había sido apoteósica: mucha bebida, algunas drogas, demasiado tabaco y al final, como colofón a la fiesta, un tipo para no dormir sola. Ni siquiera recordaba su cara, aunque eso era algo que no me importaba lo más mínimo. Lo único que le agradecía era que no estuviera allí esa mañana.


Continuará.