domingo, 9 de octubre de 2022

EL PISITO DE SOLTERO Y LA HABITACIÓN DEL NIÑO

Me dura mucho tiempo la ropa. Es cierto que procuro cuidarla, entre otras cosas porque, cuando voy de compras, las prendas que veo me suelen gustar menos que las que ya tengo. De niño era peor. Odiaba profundamente ir de compras, pero es lo que tienen los niños: que suelen crecer. Y hay que comprar ropa nueva cada poco, como puedo dar fe desde hace un tiempito. Lo curioso es que, en cambio, disfruto muchísimo comprando ropa al enano. Mi mujer se ríe, quizá porque cuando va de compras le pasa exactamente lo mismo que a mí. Se ríe también porque se imagina que en mi oficina murmuran a mis espaldas. Entonces se inventa conversaciones ficticias de gente a la que conoce sólo de oídas y que, sorprendentemente, suenan totalmente verosímiles, hasta el punto de desdibujarse la frontera entre realidad y ficción:

- ¿Has visto esa chaqueta de cuero que lleva? Creo que la tiene desde 2008.

- Calla, maja, que lo peor es que creo que no es la prenda más vieja que suele llevar.

Lo de mis camisetas reconozco que es de traca, porque se lavan con frecuencia y, claro, se desgastan. Tengo una extensa colección de camisetas -todas de cuando era soltero- que va desde grupos de música viejuna -de Peter Green o Cream- hasta personajes infantiles añejos -Pier Nodoyuna o los Muppets-, pasando por películas o actores -también antediluvianos, como no podía ser de otra manera-, por ejemplo, Con la muerte en los talones o la fascinante Pola Negri




Mi mujer me las quiere tirar todas. Dice que están viejas. Que lo sean, puede. Que lo estén, creo que no. Bueno, algunas sí, para qué negarlo. Pero lo que pasa es que no entiende que haya quien compre -yo, mismamente- camisetas con el serigrafiado desgastado. Bueno, en realidad dejé de hacerlo. Ahora directamente no compro. Si de mis compras en los últimos cuatro años dependiera, la industria textil se iba por el sumidero a la velocidad del rayo.

Lo de las chaquetas de tweed, en cambio, es otra cosa. 


Tengo unas cuantas en el armario, con sus chalequitos a juego. Ahí no hay queja, pero sí cachondeo. Abuelete y tal. Qué carajo, también hay queja. Mi mujer dice que ocupan mucho espacio y que no cabemos en casa. Y eso que ésas me las pongo cuando empieza a hacer fresquíbiri, cosa que con la famosa inverness cape no me atrevo... 
De mi colección de gorros y sombreros mejor no comentamos nada, porque ahí tengo las de perder. ¿Cuándo puedo salir a la calle con un kalpak kirguís? El salacot lo llevé al desierto -con un par- así que está amortizado, pero ¿qué hay del sikke derviche? ¿Y del kasa japonés? Recuerdo que en el aeropuerto me miraron raro. Pero cuando se los pongo al crío, éste se muere de la risa. Y la madre me aplaza la sentencia otras dos semanas. O una.

O ninguna, porque, al poco, aparecen las pipas: Otro casus belli. Que las coge el niño y se las mete en la boca, que qué guarrada es esa, que las saque de la mesita y las guarde en otro lado. Dónde, me digo, si no hay sitio. Mejor agacho las orejas y no digo más. 

Resumiendo: que ya no cabemos en casa. Y el precio del metro cuadrado en la Bella Easo €$ el que €$. A costa de comprar mierdas de este tipo a lo largo de una soltería que estiré como un chicle, no hay sitio en el pisito. Y si al reloj de cuco selvanegrino, los recuerdos de los viajes, los facsímiles enmarcados del Codex Manesse y del Códice Calixtino, el hombre de Vitruvio y al mapamundi de Felipe II le sumamos los libros, cedés y deuvedés, la que se supone que debería ser la habitación del  n i ñ o  parece más bien una mezcla entre museo decimonónico, audioteca, videoclub, sanatorio mental y biblioteca. Lo que viene siendo un auténtico cajón de sastre.

Cuando estaba en plena vorágine filológica tenía la excusa perfecta para adquirir nuevos volúmenes: ¿Qué sabría mi santa esposa si lo que debía leer era un ensayo de E. R. Curtius sobre la influencia de la literatura latina clásica en las literaturas medievales en Europa, los dos tomos de la Paideia de Jaeger o una edición en alto alemán medio del ciclo de Teodorico de Verona? Pero ahora, a falta de arrancarme con un máster y un doctorado -para los que, con un enano en casa, ay, carezco de tiempo- se me han acabado las excusas. Y el caso es que el otro día fichó que había un libro nuevo en casa: uno que lleva el título Philosophie. No ha colado que era Philologie y que ya lo tenía de antes. Y total, ¿para qué? Antes no nos dejaba dormir, pero, desde que la fiera corretea y destapa rotuladores, ya no hay tiempo para leer dos párrafos seguidos.

Pues eso: Feliz cumpleaños, hijo. Disfruta ahora, aunque no tengas ni habitación propia, que llegará el día en que se te haga pequeño el pisito de soltero.




martes, 26 de abril de 2022

¡ÁNIMO, ANÓNIMOS!

Iba a decir que tienen mala fama. Pero quizá haya que tengo que ajustar la conjugación de ese verbo a la primera persona. Aunque sea del plural.

Tenemos mala fama. Porque parece que nos escudamos en el anonimato para decir groserías, para acosar a famosos o para hablar de política en la red social del pajarito azul

Ahora que ésta cambia de dueño me toca padecer la euforia. La euforia de quienes creen que el cambio en el accionariado de esa empresa va a hacer posible que la izquierda y la derecha se zurren de igual a igual. Otros creen en las apariciones marianas. O en la superioridad moral. Qué más da.

Luego están los que se alegran de que el señor Musk -el apellido me sugiere la palabra mustélido-, un tipo que no va abiertamente de  amigo de la Humanidad,  que hace chanzas de la bonhomía e incluso del sex appeal del -éste sí- autodefinido  f i l á n t r o p o  Bill Gates, pida el DNI, la dirección y los dos apellidos a todos los usuarios de su recién adquirido juguetito virtual.



No seré yo quien defienda al ex de Melinda: un tipo que quiere tapar el sol. Un tipo que quiere que bebamos aguas fecales procesadas. Un tipo que quiere que comamos Soylent Green, mientras él, a nivel particular, quiere hacerse propietario de la mayor extensión de tierras cultivables de EE.UU.. Un tipo que habla de que el mar va a devorar nuestras costas, mientras adquiere un pisito de soltero a pie de playa en San Diego. Qué de cosas quiere este tipo.

Por otro lado, no sé muy bien qué decirle a esa gente, jefes de opinión de periódicos y sucedáneos, que abogan por el fin del anonimato en redes sociales. Bueno, sí lo sé, pero quiero ver cómo lo digo.


Para empezar: de los más de 160.000 seguidores que tiene este sujeto en redes, ¿cuántos son anónimos? Estoy cayendo en lo fácil. Prefiero enfocar el asunto desde otro ángulo. El mío personal, por ejemplo.

Por aquí ya sabéis que soy teutón, porque me ha dado la gana contarlo. También sabéis, por el mismo motivo, que resido en una bellísima ciudad de veraneo a orillas del mar Cantábrico donde, hasta hace no mucho, se cargaban a la gente por sus ideas políticas. La banda terrorista ETA asesinó a más de  c i e n  personas, que se dice pronto, en San Sebastián. Algunos los perpetraron desde el anonimato, es cierto, pero en otros casos lo hacían a cara descubierta y a plena luz del día. Y lo que, en mi opinión, es más reseñable: las ideas por las que mataron no había reparo en defenderlas con nombre y apellidos. Defender las contrarias, exponiéndose, era es más difícil. 

Ahora se diría que ya no hay mayor problema para hablar sin miedo. Por no llenar esto de más tachones diré que eso es mentira. El miedo persiste. Y el anonimato que persiguen esos cerebros privilegiados también sirve de parapeto en redes sociales. El celo a revelar la identidad en esta tela de araña no es solamente la trinchera desde la que algunos lanzan furiosas invectivas, sino también un escudo para protegerse del odio del que piensa distinto. Y eso no va a cambiar, por ejemplo, aquí, en la Bella Easo. Por lo que, si quisiera expresar más o menos libremente lo que opino en la red social del pajarito azul o en cualquier otra, lo seguiría haciendo desde el anonimato. Y, si no me lo permitieran, sencillamente, callaría y esperaría.

jueves, 10 de marzo de 2022

LOS LÍMITES DE EUROPA

Si hacemos caso a la definición que de límite dio el viejo Euclides, ese geómetra sito en Alejandría, límite será aquello que es extremo de algo. Y uno o varios límites definen una figura. Para lo que a este ensayo concierne, esa figura es la de Europa.

Si procuramos aplicar esta definición a la realidad geográfica, los límites de Europa habrán de ser el Océano Atlántico, el Mar Mediterráneo, el Mar de Barents, el Cáucaso y los Urales. Con salvedad de algunos territorios resguardados por poderosas cadenas montañosas, como las tierras al sur de los Pirineos, los Alpes, los Cárpatos y los Balcanes, Europa es, pues, una vasta planicie, segmentada por ríos más o menos poderosos; que se funde con el Asia, que la desborda, y con quien -si nos ponemos platónicos- podríamos decir que está en constante diálogo, o con quien -si recurrimos a la célebre máxima de Clausewitz- se encuentra llanamente en permanente confrontación.

El Βορυσθένης, como llamaron los antiguos griegos al río Dniéper, y a cuyas orillas el pueblo eslavo se asentó en lo que con el paso del tiempo habría de convertirse en la hoy sitiada Kiev, no es el límite geográfico del Viejo Continente; dicha frontera hay que buscarla, si bien no sin cierta arbitrariedad, en las faldas de los Urales, más allá del khanato de Kazán. Aquellas tierras pobladas por los tártaros fueron conquistadas por el Gran Príncipe de Moscú, Iván Vasilievich IV, en el no tan remoto siglo XVI. Este terrible autócrata -quizá sobre la cursiva- fue el primer ruso en adoptar el título de césar, palabra que, tras su viaje de ida y vuelta al ruso, reescribimos como zar. A esta herencia romana habremos de volver, pero, por el momento, quedémonos con esta idea: la unidad política rusa nace en Europa y se expande hacia el Este, desbordándose y fundiéndose con el Asia hasta tocar el estrecho de Bering y, en su día, cruzarlo hasta llegar a las hoy estadounidenses tierras de Alaska.

El desbordamiento ruso hacia el este fue un desparrame, podría decirse. Algo parecido sucedió hacia el oeste: la determinación rusa de llegar a puertos de aguas cálidas, y no perpetuamente heladas, como las de la capital de aquel otro zar ilustre, Pedro el Grande, llevó a los rusos a expandirse hasta Königsberg. Rebautizada en 1945 como Kaliningrado, alberga desde entonces la flota rusa en el Báltico. La antigua capital prusiana, la que fuera patria chica de KantHerder y Hoffmann, había sido fundada en 1255 en comandita por la Orden Teutónica y por el rey Ottokar II de Bohemia -no confundir con el del cetro, rey de la ficticia Syldavia-. (Me estaba poniendo ya muy denso)



Como en una de esas caídas en cadena de fichas de dominó, la enésima encarnación de Polonia avanzó su frontera al término de la Segunda Guerra Mundial hasta el río Oder, incorporando de ese modo a Pomerania, y, pese a estar al otro lado del río, también a la capital de dicho ducado, Stettin, y privando a su vez a Berlín de la que había sido su salida al mar desde la ocupación de la ciudad hanseática durante la Gran Guerra del Norte (1700-1721).

Por el sudoeste, las también cálidas aguas del Mar Negro, fueron asimismo objeto de deseo de los rusos, para llegar al ansiado Mediterráneo. Porque también en las creencias hay límites para Europa. De hecho, la historia de rivalidad entre hermanos, la de Caín Abel llega hasta nuestros días, porque, pese a que con el Edicto de Tesalónica (380) podría pensarse que el cristianismo reunifica religiosamente al ya tocado de muerte Imperio Romano, lo cierto es que la división política e institucional del Imperio de Teodosio en 395 marca una cesura irreversible. En 1054, las tensiones entre el Imperio Romano de Oriente y el Papado, en calidad de heredero espiritual del Imperio Romano de Occidente, y la disparidad cultural creada -griego el uno, latino el otro- llevaron al cisma del que surgen la Iglesia Católica -la de Roma- y la Iglesia Ortodoxa -la de Bizancio-. Quién es Caín y quién Abel ya es más difícil de discernir. Dejémoslo en que las Cruzadas y, posteriormente, la Masacre de los Latinos, ensangrentaron las manos de ambas partes, católicos y ortodoxos. De rito ortodoxo habría de ser, por cierto, también el Metropolitano de Moscú. Y una vez caída en manos de los bárbaros la ciudad del Tíber -la primera Roma-, y la Segunda Roma -Constantinopla- en manos del Turco, ya solo quedará Moscú. Y la Tercera Roma, como la llaman los rusos, no ha de caer.

Estamos ante una translatio imperii como otra cualquiera. Como la de Carlomagno, por ejemplo. O la del Sacro Imperio Romano Germánico. O la de los mismísimos Estados Unidos de América, que, más enrevesadamente, enraíza sus pretensiones imperiales tanto por medio del Imperio Británico como del Imperio Español, a los que, en buena medida, hereda. Pero a ellos mismos les gusta ensalzarse como la primera República desde Roma.

Pero estábamos en Moscú. Y, como Roma que también se siente, la capital rusa ansía llegar al Mare Nostrum. Razón por la que los conflictos por la península de Crimea con otras potencias -que también se autoproclaman herederos universales, si bien ahora lo hacen sottovoce- no se retrotrae solamente a 2014. En la memoria de cualquier europeo cultivado -cierto es que cada vez van quedando menos ejemplares de este tipo- queda anclada desde la infancia aquella fútil carga de la brigada ligera en Balaklava, loada por Tennyson, y celebrada por el cine de Hollywood de los años 30 del siglo XX, con el celebérrimo bigotillo de Errol Flynn. 


Posteriormente no ha vuelto a haber otro choque directo de ingleses -o de franceses- con los rusos por la hegemonía de Europa. No hasta la Guerra Fría, claro. Pero curiosamente sí ha habido un precursor decimonónico de un enfrentamiento indirecto, que el tipo al que debo mi seudónimo en este blog dio en llamar el Gran Juego. Se disputó aquella partida en una zona donde las potencias mundiales chocan habitualmente, como las placas tectónicas que configuran el mundo: en Afganistán. Además, dio pie a Kim de la India, la mejor novela de Kipling, y para cuya adaptación al cine en 1950 se contó nuevamente con el amigo Flynn, para entonces ya cuarentón. Pero dicen que "el que tuvo, retuvo". El que no se consuela es porque no quiere.


De Rudyard Kipling, ahora que cabalga el jinete del caballo rojo por el continente, saludable es recordar también los Epitafios de la guerra. Quizá el más célebre de dichos epitafios se lo dedicó el inglés a su propio hijo, fallecido en el transcurso de aquélla que se conoció en su momento como la Gran Guerra (1914-1918):

“If any question why we died

Tell them, beacuse our fathers lied”

Hoy también te llaman héroe si te quedas en Ucrania a luchar, aunque se deba a que, a los varones de entre 18 y 60 años se les prohíbe abandonar el país junto a sus mujeres y sus hijos pequeños. ¿Mintieron también los padres? ¿Mienten hoy quienes cantan modernas baladas, en formato de informativo televisivo, crónica de periódico, tertulia radiofónica o trino en redes sociales? ¿Aún hay quien sepa distinguir información de propaganda? ¿Censurar medios es luchar por la Verdad?

Quizá sea cosa mía, pero, en vista de lo anterior, parece que las fronteras, y, por ende, los límites de Europa a lo largo de la Historia -y del Arte-, también han sido bastante volubles.

Volvamos, pues, a buscar los límites de Europa. Etimológicamente, el nombre de nuestro continente está relacionado con Εΰρος, el viento del Este, cosa que quizá alegre a los rusófilos, que los hay. Pero tampoco ahí están claros límites, pues hay quien propone un origen semítico de la palabra, con un significado opuesto al anterior: "Poniente". La esquizofrenia no nos abandona.

Económicamente hablando, la Comunidad Europea del Carbón y del Acero supuso la colaboración de las casi sepultadas Francia y Alemania Occidental, después de llevar a bayonetazo limpio desde la guerra franco-prusiana (1870) y aún antes. ¿Cuáles eran los límites de la CECA? Regular los recursos al oeste del Telón de Acero entre Francia, Alemania, Italia y el Benelux. Inspirado en origen por el cristianismo ecuménico y por los ideales de la Ilustración -esta última que de tan buena fama sigue gozando, pese a la tozudez de algunos hechos-, se firmó en 1957 el Tratado de Roma, que constituía la semilla de la que germinaría la Comunidad Económica Europea, antecesora de nuestra actual Unión Europea. Una unión que nació para acotar, poner límite una vez más, en este caso al Pacto de Varsovia. Pero Varsovia está en el corazón de Europa y no en su frontera, si recordamos el comienzo de este ya demasiado largo ensayo. La prevalencia de la economía de mercado, de la prosperidad material y de las libertades individuales, frente a la economía planificada, frente a los planes quinquenales, y frente a la la dictadura comunista, dieron el empuje necesario a Occidente para que los propios ciudadanos de la Alemania Oriental y de las demás Repúblicas Populares derribaran el odioso muro que separaba un continente por la mitad. Los nuevos límites geográficos de la UE los marcaban, de pronto, dos Estados que orbitaban aún en las inmediaciones de Moscú: los rusos blancos (Bielorrusia) y la "frontera", que no otra cosa quiere decir Ucrania. Y por Ucrania han rivalizado desde entonces la UE y la Federación Rusa de Putin, que hereda el desastre mayúsculo de Yeltsin. Europa ofrecía la Eurocopa y Eurovisión. Putin acaba de ofrecer argumentos más sólidos.



¿Y qué ofrece Ucrania? Miseria y riqueza, problemas y algunas soluciones, historia, arte. La esencia de Europa Central: porque, de hecho, ha sufrido innumerables cambios en sus fronteras, y poco tienen que ver entre sí las regiones que hoy en día la constituyen. Así, por ejemplo, poco tienen que ver Galizia, Lodomeria y la Bucovina (ligadas históricamente a Polonia, luego, durante las particiones polacas, incorporadas a Austria; de rito católico) con la también región ucraniana de la Rus de Kiev (ligada históricamente a Rusia, de rito ortodoxo). Pero conviven entre sí, mal que bien, como el alfabeto latino y el cirílico. Esta falta de delimitación clara, esa mezcolanza cultural, es típica de esa Gran Llanura Europea a la que hacía referencia unos párrafos más arriba, como podéis ver en estas fotos de 2012:





















¿Seguimos con los límites de Europa o nos hemos cansado ya? ¿Cuáles son los límites de la Scientia Prima en Europa? ¿Cuáles son los límites de la Filosofía? Seguramente nunca pasaremos de Sócrates, que, si hoy volviera a pasearse por el ágora de Atenas -o, en su defecto, por alguna red social-, dejando en ridículo a los sofistas, volvería a ser condenado por impiedad y por corrupción de la juventud. Antes aún, Anaxágoras tuvo que exiliarse de su patria por sugerir que el Sol no era una divinidad sino una masa candente, y que la Luna no era más que una roca que reflejaba la luz solar. Dicen que Galileo pronunció aquello de "eppur si muove", pero yo no me lo creo. ¡Cómo iba a decir eso, jugándose la excomunión, un hombre del siglo XVII, cuando en 2022 sin ir más lejos, le llaman a uno de todo menos bonito, simplemente por plantear dudas razonadas acerca de una vacuna que, hace menos de tres años, no habría sido merecedora de tal nombre! Porque habíamos progresado, ¿verdad? ¿¿Verdad??

Mencionaba antes a Immanuel Kant. Referente para unos, otros le atribuyen la "Ética de la Razón Pura". No obstante, hasta que los intelectuales encuentren algún manuscrito inédito bajo ese título, detengámonos en su ensayo "Sobre la paz perpetua" (1795). En dicho escrito, el ilustre ciudadano de Königsberg enumeraba una serie de condiciones sine qua non para dicha situación ideal de paz perpetua: que "desaparezcan los ejércitos permanentes", que "ningún Estado debe inmiscuirse por la fuerza en la Constitución o Gobierno de otro Estado", que "un Estado no debe endeudarse para provocar fricciones con otros Estados", y, finalmente, que "ningún Estado debe permitir según qué actos, ni siquiera en guerra con otro Estado. Verbigracia: incitar a la traición del Estado enemigo, asesinato, envenenamiento, etc.". Como veis, Herr Immanuel imaginaba "all the people" casi doscientos años antes que John Lennon.


A veces no sabe uno qué se piensan los alemanes de la vida. Escarmentados por dos guerras mundiales perdidas, los krauts de última generación parecíamos haber abrazado el credo lennoniano, niano, niano, de paz y amor. Personalmente, y ya que estamos embadurnándonos con almíbares, estoy en una etapa de la vida en la que me tira más De Sica y su pane, amore e fantasía



Al menos hay algo de sustancia ahí: la Lollo, por ejemplo. Y el pan, claro. Porque, amigos, con el pan, pocas bromas. Igual que con el maíz. O con las pipas de girasol, que, al paso que va la guerra, van a terminar comprándose no en kioscos sino en boutiques. Quién nos lo iba a decir. Sobre todo, desde que nos hemos enterado que Ucrania es el mayor productor mundial de esa variedad de heliotropo. Curiosamente, el girasol es el emblema de Los Verdes en Alemania, que, a este paso, se van a quedar lívidos con la vuelta a las nucleares, aquellas que en los 80-90-00-10 y hasta anteayer mismo fueran sus enemigas acérrimas, tras los incidentes en Harrisburg (EE.UU., 1979), Chernobyl (Ucrania, entonces URSS, 1986) y Fukushima (Japón, 2011).

Pero, sin abandonar Alemania, volvamos al pan. El que se lo untó bien con mantequilla y beluga ruso fue el canciller Schröder, cuando diseñó la nueva política energética alemana, abrazando el ecologismo del gas natural, sueldazo de la rusa Gazprom mediante. Lógicamente, había que llevarse bien con el vecino. Política que su sucesora Merkel, por mucha RDA que hubiera mamado, no sólo no cambió, sino que afianzó, a pesar de que a los enemigos políticos internos de Putin -por ejemplo, Litvinenko, otro ex-KGB- se les indigestara el té con polonio. O que el dirigente ruso destrozara Chechenia. O Siria. O que le debieran a él y a Erdogan la crisis de refugiados de 2015. O que se hubiera anexionado Crimea en 2014. O que coqueteara con reconocer las autoproclamadas "Repúblicas Populares" de Donetsk y Lugansk, como finalmente ha hecho. La ya mencionada gasística estatal rusa financió un gasoducto por el Báltico, uniendo directamente Rusia con Alemania. Cerrarlo antes de echar a andar, dejando un considerable pufo a los rusos, no debió sentar del todo bien en el Kremlin. Los otros gasoductos rusos que abastecen Europa llegan atravesando Bielorrusia (aliado de Putin) y... Ucrania. La única entrada que faltaba por controlar. Y en esas estamos. Por cierto, tanto Argelia -que también suministra gas a Europa- como Irán -que lo pretende- son aliados estratégicos de Rusia. Y el Reino Unido, el actor que faltaba en el teatro europeo, goza de relativa independencia energética. Viéndolas venir, seguramente, se aisló un poquito, como acostumbra hacer cuando le conviene.

Tampoco al expeditivo Trump le pareció coherente que Alemania se dejara costear la seguridad por los EE.UU., mientras al Oso Ruso pensaba pagarle a tocateja. Los norteamericanos, "We the people", que, bien se dejaron asaltar el Capitolio y les aguarda la decadencia, o bien simularon dicho asalto y han escenificado una colosal pantomima, por medio de la Organización del Tratado del Atlántico Norte también marcan de facto límites a Europa y cierran la llave de paso del gas ruso a Alemania.

Quizá haya que volver a los mitos fundadores para encontrar la razón de nuestra desmesura, de nuestra falta de límites. Para hallar, en definitiva, la razón de ser de nuestra hybris. Pues bien: los griegos, desde el ciego Homero, veían a Europa como una doncella raptada por el Padre Zeus bajo la forma de un toro blanco. 



El albahío debió de parecerle manso a aquella princesa fenicia, pues la joven se montó sobre él; circunstancia esta que aprovechó el audaz Zeus, tornado en astado, para escapar con la muchacha sobre su grupa, atravesando el Mediterráneo hasta alcanzar las costas helenas. Allí, aquella amante -una de tantas- del Padre de los Dioses llegó a reinar sobre los cretenses, dejando como descendencia del divino Zeus a los arcontes que habrían de juzgar a quienes, sombras de lo que fueron, cruzan desde entonces y para toda la eternidad el río Estigia. Esa tradición de juzgar pervive en Europa. Hoy, de hecho, con especial fervor. Y el límite de nuestros juicios no se detiene, como en el caso de Minos y Radamantos, ni ante los muertos. Es como si los hijos de Europa y Zeus se hubieran mudado desde el Hades a, pongamos, Bruselas. Las brumas son similares en uno y otro sitio, me temo.

Hoy te cancelan por ruso. Hombre, que cancelen las películas de Tarkovski no me parece del todo bien, pero lo de Dostoyevski ya es que clama al cielo. No hablaré de Raskólnikov, porque la mente de ese pobre diablo, creada ex nihilo por el absoluto genio del novelista ruso daría para alargar ad nauseam este ensayito con ínfulas y no son horas. Más europeo que Fiódor no lo hay. En el casino de Baden-Baden casi se arruina. Curiosamente, por el boicot al dinero ruso, a "los   o l i g a r c a s" rusos (AbramovicDeripaska Fridman), -no confundir con "los  f i l á n t r o p o s" occidentales (GatesBezosRockefellerBotínDysonOetkerBettencourt Agnelli)- supongo que los estarán salvando de la ruina. Yo con eso, pese a los 100 € de depósito de gasolina que eché ayer, me quedo tranquilo.



Siempre ayuda a esa ataraxia estoica -serenidad del alma, queridos míos- enterarte de que se va a rodar una serie documental para mostrarnos el lado humano de Pedro Sánchez. Sobre todo, porque creo que, independientemente de lo que cueste esa serie, será dinero bien invertido. Si ese autómata narciso que se agarra al poder como una lapa tiene un lado humano, yo quiero verlo. Cueste lo que cueste.

Por otra parte, la cancelación te puede llegar, en referencia a María Dolores de Cospedalen diferido. Algo parecido parece estar pasándole a Putin. ¿Ahora se dan cuenta de quién es Don Vladímir? Ex KGB en Berlín Oriental, nuevo Presidente del Consejo de Ministros de la Unión Soviétic..., quiero decir, nuevo zar de todas las Rusias... "¿Todas? No, todas, no. Un Estado poblado por irreductibles rutenos resiste, todavía y ¿como siempre? al invasor. Y la vida no es fácil para las guarniciones rusas estacionadas en Mariúpol, Khárkov y Khersón". Creo que con el Marx petardo -es decir, con el de la vetusta Tréveris- coincido, además de en el idioma natal, únicamente en que la historia se repite como farsa.

Para acabar y parafraseando al laureado Dante, podemos decir que de la cancelación no se sale. O quizá es peor que te manden al Metaverso: "Lasciate ogni speranza".