lunes, 25 de enero de 2010

"La Señora Dalloway" (un mini-trocito)

La guerra le había educado. Fue sublime. Había pasado por todo lo que tenía que pasar—la amistad, la Guerra Europea, la muerte—, había merecido el ascenso, aún no había cumplido los treinta años y estaba destinado a sobrevivir. En esto último no se equivocó. Las últimas bombas no le dieron. Las vio explotar con indiferencia. Cuando llegó la paz, se encontraba en Milán, alojado en una pensión con un patio, flores en tiestos, mesillas al aire libre, hijas que confeccionaban sombreros, y de Lucrezia, la menor de las hijas, se hizo novio un atardecer en que sentía terror. Terror de no poder sentir.
Ahora que todo había terminado que se había firmado la tregua, que los muertos habían sido enterrados, padecía, en especial al atardecer, estos bruscos truenos de miedo. No podía sentir. Cuando abría la puerta de la estancia en que las muchachas italianas confeccionaban sombreros, las podía ver, las podía oír; pasaban delgados alambres por las coloreadas cuentas que tenían en cuencos; daban esta y aquella forma a las telas de bocací: la mesa estaba sembrada de plumas, lentejuelas, sedas y cintas; las tijeras golpeaban la mesa; pero algo le faltaba; no podía sentir. Los golpes de las tijeras, las risas de las muchachas, la confección de los sombreros le protegían, le daban seguridad, le daban refugio. Pero no podía pasarse la noche sentado allí. Había momentos en que se despertaba a primeras horas de la madrugada. La cama caía; él caía. ¡Oh, las tijeras, la lámpara y las formas de los sombreros! Pidió a Lucrezia que se casara con él, a la más joven de las dos, a la alegre, la frívola, con aquellos menudos dedos artísticos que ella alzaba, diciendo: “Todo se debe a ellos.” Daban vida a la seda, las plumas y todo lo demás.
“El sombrero es lo más importante,”, decía Lucrezia, cuando paseaban juntos. Examinaba todos los sombreros que pasaban; y la capa y el vestido y el porte de la mujer. Mal vestida, va recargada, estigmatizaba Lucrezia, no con ferocidad, sino con impacientes movimientos de las manos, cual los de un pintor que aparta de sí una impostura patente y bien intencionada; y luego, generosamente, aunque siempre con sentido crítico, alababa a la dependienta de una tienda que llevaba con gracia su vestidito, o ensalzaba sin reservas, con comprensión entusiasta y profesional, a una señora francesa que descendía del coche, con chinchilla, túnica y perlas.
“¡Bonito!”, murmuraba Rezia, dando un codazo a Septimus para que lo viera. Pero la belleza se encontraba detrás de un cristal. Ni siquiera el gusto (a Rezia le gustaban los helados, los bombones, las cosas dulces) le producía placer. Dejaba la copa en la mesilla de mármol. Miraba a la gente fuera; parecían felices, reunidos en medio de la calle, gritando, riendo, discutiendo por nada. Pero había perdido el gusto, no podía sentir. En el salón de té, entre las mesas y los camareros que parloteaban, volvió a sentir el terrible miedo: no podía sentir. Podía razonar; podía leer, al Dante, por ejemplo, muy fácilmente (“Septimus, deja ya el libro”, le decía Rezia cerrando dulcemente el Inferno), podía sumar la cuenta; su cerebro se encontraba en perfecto estado; seguramente el mundo tenía la culpa de que no sintiera.
“Los ingleses son muy callados”, decía Regia. Le gustaba, decía. Respetaba a los ingleses, quería ver Londres, y los caballos ingleses, y los vestidos hechos por sastres, y recordaba haber oído decir que las tiendas eran maravillosas, a una tía que se había casado y vivía en Soho.
Puede ser, pensó Septimus, contemplando Inglaterra desde la ventanilla del tren, cuando partían de Newhaven; puede ser que el mundo carezca de significado en sí mismo.
En la oficina le ascendieron a un cargo de bastante responsabilidad. Estaban orgullosos de él; había ganado cruces. “Ha cumplido usted con su deber, y ahora a nosotros corresponde...”, comenzó a decir el señor Brewer; y no pudo terminar, tan placenteras eran sus emociones. Se alojaron en un punto admirable, junto a Tottenham Court Road.
Allí volvió a abrir a Shakespeare. Aquel juvenil asunto de intoxicarse con el lenguaje—Antonio y Cleopatra— había quedado extinguido. ¡Cuánto odiaba Shakespeare a la humanidad, el ponerse prendas, el engendrar hijos, la sordidez de la boca y del vientre! Ahora Septimus se dio cuenta de esto; el mensaje oculto tras la belleza de las palabras. La clave secreta que cada generación pasa, disimuladamente, a la siguiente significa aborrecimiento, odio, desesperación. Con Dante ocurría lo mismo. Con Esquilo (traducido), lo mismo. Y allí estaba Rezia sentada ante la mesa, arreglando sombreros. Arreglaba sombreros de las amigas de la señora Filmer; se pasaba las horas arreglando sombreros. Estaba pálida, misteriosa; como un lirio, ahogada, bajo el agua, pensaba Septimus.
“Los ingleses son muy serios”, decía Rezia enlazando sus brazos alrededor de Septimus, apoyando su mejilla en la de éste.
El amor entre hombre y mujer repelía a Shakespeare. El asunto de copular le parecía una suciedad antes de llegar al final. Pero Rezia decía que debía tener hijos. Llevaban cinco años casados.
Juntos fueron a la Torre, al Victoria and Albert Museum; se mezclaron con la multitud para ver al Rey inaugurar el Parlamento. Y había tiendas, tiendas de sombreros, tiendas de vestidos, tiendas con bolsos de cuero en el escaparate, que Rezia miraba. Pero debía tener un niño.
Decía que debía tener un hijo como Septimus. Pero nadie podía ser como Septimus; tan dulce, tan serio, tan inteligente. ¿Por qué no podía ella leer también a Shakespeare? ¿Era Shakespeare un autor difícil?, preguntaba Rezia.
Uno no puede traer hijos a un mundo como éste. Uno no puede perpetuar el sufrimiento, ni aumentar la raza de estos lujuriosos animales, que no tienen emociones duraderas, sino tan sólo caprichos y vanidades que ahora les llevan hacia un lado, y luego hacia otro.
Miraba cómo Rezia manejaba las tijeras, daba forma, como se contempla a un pájaro picotear y saltar en el césped, sin atreverse a mover ni un dedo. Porque la verdad es (dejemos que Rezia lo ignore) que los seres humanos carecen de bondad, de fe, de caridad, salvo en lo que sirve para aumentar el placer del momento. Cazan en jauría. Las jaurías recorren el desierto, y chillando desaparecen en la selva. Abandonan a los caídos. Llevan una máscara de muecas. Ahí estaba Brewer, en la oficina, con su mostacho engomado, su aguja de corbata de coral, sus agradables emociones—todo frío y humedad—, sus geranios destruidos por la guerra, destruidos los nervios de su cocinera; o Amelia Nosequé sirviendo tazas de té puntualmente a las cinco, pequeña arpía obscena, de burlona sonrisa y mirada; y los Toms y los Berties, con sus almidonadas pecheras de las que rezumaban gotas de vicio. Nunca le vieron dibujando sus retratos, desnudos, haciendo payasadas, en el bloc de notas. En la calle, los camiones pasaban rugiendo junto a él; la brutalidad aullaba en los carteles; había hombres que quedaban atrapados en el fondo de minas; mujeres que ardían vivas; y en cierta ocasión un grupo de mutilados lunáticos que hacían ejercicios o se exhibían para divertir al pueblo (que reía en voz alta) desfiló moviendo la cabeza y sonriendo junto a él, en Tottenham Court Road, cada uno de ellos medio pidiendo disculpas, pero triunfalmente, infligiéndole su sino sin esperanzas. Y ¿acaso iba él a enloquecer?
A la hora del té, Rezia le dijo que la hija de la señora Filmer esperaba un hijo. ¡Ella no podía envejecer sin tener un hijo! ¡Estaba muy sola, era muy desdichada! Lloró por vez primera después de su matrimonio. Muy a lo lejos Septimus oyó el llanto; lo oyó claramente con precisión; lo comparó con el golpeteo del pistón dé una bomba. Pero no sintió nada.
Su esposa lloraba, y él no sentía nada; pero cada vez que su esposa lloraba de aquella manera profunda, silenciosa, desesperanzada, Septimus descendía otro peldaño en la escalera que le llevaba al fondo del pozo.
Por fin, en un gesto melodramático que realizó mecánicamente y con clara conciencia de su insinceridad, dejó caer la cabeza en las palmas de las manos. Ahora se había rendido; ahora los demás debían ayudarle. Era preciso llamar a la gente. Él había cedido.

La Señora Dalloway (1925), Virginia Woolf.

3 comentarios:

Lorielana dijo...

Vaya Kelna. Venía a comentar la deliciosa entrada de Alma "Inculteces" (tarde, tarde, tarde) y voy y me encuentro esto.
Gracias, gracias, gracias. Lo he leido sólo por encima. Otro día, con más calma le hinco el diente. Pero gracias por compartirlo. No lo conocía.Y es un placer volver a hatunia, y encontrar relatos tan preciosos como este.
Besos hatun, eres lo más.

alma dijo...

:D

Es bueno que los maridos no sientan nada cuando las esposas lloran, es casi mejor...Normalmente lo que sienten es un fastidio infinito :P

Gracias Kel

SubHatun dijo...

Virginia Wolf... es una escritora a la que, sin ningún motivo, cogí mania y no he leido nada suyo.... ¿Por qué? vete tu a saber.... en casa de mis padres habia un libro suyo (no recuerdo ni cual era)del que me molestaba le diseño de su portada, que me hacia recordar a las novelas romanticas de esas empalagosas a mas no poder... ¿que los maridos no sienten nada cuando las esposas lloran? bueno... depende, ¿por qué están llorando?