LOS CALCETINES ASESINOS
Sentado en una de las banquetas de la cocina, tatuado con esa expresión de agotamiento del recién levantado, el codo apoyado sobre la mesa y la cabeza reposando sobre la palma de mano, intentaba contar los infinitos giros, a diestro y a siniestro, que el tambor de la lavadora ejercitaba a ritmo de aeróbic. Totalmente hipnotizado, con la mirada puesta sobre el ojo de buey de la máquina no presté ninguna atención a la salida del café; a pesar de que la cafetera, una de esas de toda la vida, me avisaba lanzando al espacio bocanadas de vapor.
Un calcetín, a punto de quedar sumergido bajo una ola espumosa, cruzó una mirada conmigo; no sé, a ciencia cierta, si pidiéndome auxilio o maldiciéndome por haberle metido en aquel artilugio rotatorio. Tuve que apartar la mirada. Me levanté a retirar la cafetera del fuego y me serví un café, sin perder de vista a la lavadora, mirándola de reojo, a hurtadillas.
Deposité dos cucharadas de azúcar y, como un autómata, comencé a dar vueltas al ritmo que me marcaba la lavadora. De entre la espuma surgió una camisa de cuadros rojos y verdes, retorcida por los continuos giros. Las arrugas le daban un aire de ferocidad terrible y los ríos de agua que discurrían por ellas se asemejaban a las babas de las fieras que tienen a su presa al alcance de sus fauces. En un décima de segundo se tragó al calcetín. La escena me sobrecogió, apuré el vaso de café con el fin de recuperarme, pero nada, seguía allí, hipnotizado esperando el final del lavado.
Me pareció oír un grito de auxilio, un sinfín de calcetines nadaban en ayuda de su hermano. Rodearon a la camisa, y se lanzaron a un feroz ataque mordisqueándola sin parar. Un relé se activó originando un salto del programa de lavado. El nivel del agua y espuma fue bajando a medida que la electroválvula de achique ejecutaba su labor. El programa de lavado acababa de llevar a cabo su penúltima operación, el motor se aceleró, la lavadora parecía intentar saltar, yo seguía con la mirada fija en la puerta transparente y circular de la lavadora. El tambor comenzó a girar dejando ver a través del cristal de su ojo de buey un amasijo de ropa de distintos colores.
Los calcetines guerreros habían desaparecido, quizá devorados por la camisa de cuadros rojos y verdes.
Recordé la fórmula de la fuerza centrífuga: “La masa por la velocidad al cuadrado partido por el radio de giro”. “He ahí un ejemplo práctico de la jodida fuerza”- me dije – mientras seguía sin apartar la vista de la lavadora. El centrifugado había actuado como fuerza de paz entre los calcetines y el resto de la ropa de color. Al cesar el secado, un calcetín herido de muerte cayó sin vida desde la parte superior del tambor de la lavadora hasta el fondo del mismo. Allí, inmóvil, agotada por el fragor de la batalla permanecía la maltrecha camisa de cuadros rojos y verdes, apenas se inmutó. La colada había concluido.
Me levanté de la banqueta como un robot, deposité el vaso de café en el fregadero. Luego, abrí la puerta de la lavadora para sacar la ropa y tenderla en la terraza a la espera de un secado perfecto. Un olor, mezcla de aromas de suavizante y detergente biodegradable, se adueñó del umbral de mi sentido del olfato y del habitáculo de la cocina. A ciegas, intentando dar con la camisa de cuadros rojos y verdes palpe entre la ropa húmeda, la textura del tejido me indicó que ya era mía. Intenté sacarla, no pude. Probé de nuevo, fue imposible.
Me agaché hasta la misma boca de carga para ver cual era el problema, justo en el momento en que mi cabeza se adentraba ligeramente en la cavidad de la lavadora, el ejército de calcetines negros, marrones y azules se abalanzó sobre mí pegándose a mi rostro como verdaderas sanguijuelas. A manotazos traté de quitármelos, fue imposible. Totalmente histérico emprendí, a lo largo del pasillo, una vertiginosa carrera, arrancándome de mi cara los malditos calcetines y estrellándolos con violencia contra las paredes del corredor.
Al llegar a la puerta de acceso al piso caí sin sentido y desangrado, un calcetín marrón me había clavado sus incisivos en la yugular.
Sentado en una de las banquetas de la cocina, tatuado con esa expresión de agotamiento del recién levantado, el codo apoyado sobre la mesa y la cabeza reposando sobre la palma de mano, intentaba contar los infinitos giros, a diestro y a siniestro, que el tambor de la lavadora ejercitaba a ritmo de aeróbic. Totalmente hipnotizado, con la mirada puesta sobre el ojo de buey de la máquina no presté ninguna atención a la salida del café; a pesar de que la cafetera, una de esas de toda la vida, me avisaba lanzando al espacio bocanadas de vapor.
Un calcetín, a punto de quedar sumergido bajo una ola espumosa, cruzó una mirada conmigo; no sé, a ciencia cierta, si pidiéndome auxilio o maldiciéndome por haberle metido en aquel artilugio rotatorio. Tuve que apartar la mirada. Me levanté a retirar la cafetera del fuego y me serví un café, sin perder de vista a la lavadora, mirándola de reojo, a hurtadillas.
Deposité dos cucharadas de azúcar y, como un autómata, comencé a dar vueltas al ritmo que me marcaba la lavadora. De entre la espuma surgió una camisa de cuadros rojos y verdes, retorcida por los continuos giros. Las arrugas le daban un aire de ferocidad terrible y los ríos de agua que discurrían por ellas se asemejaban a las babas de las fieras que tienen a su presa al alcance de sus fauces. En un décima de segundo se tragó al calcetín. La escena me sobrecogió, apuré el vaso de café con el fin de recuperarme, pero nada, seguía allí, hipnotizado esperando el final del lavado.
Me pareció oír un grito de auxilio, un sinfín de calcetines nadaban en ayuda de su hermano. Rodearon a la camisa, y se lanzaron a un feroz ataque mordisqueándola sin parar. Un relé se activó originando un salto del programa de lavado. El nivel del agua y espuma fue bajando a medida que la electroválvula de achique ejecutaba su labor. El programa de lavado acababa de llevar a cabo su penúltima operación, el motor se aceleró, la lavadora parecía intentar saltar, yo seguía con la mirada fija en la puerta transparente y circular de la lavadora. El tambor comenzó a girar dejando ver a través del cristal de su ojo de buey un amasijo de ropa de distintos colores.
Los calcetines guerreros habían desaparecido, quizá devorados por la camisa de cuadros rojos y verdes.
Recordé la fórmula de la fuerza centrífuga: “La masa por la velocidad al cuadrado partido por el radio de giro”. “He ahí un ejemplo práctico de la jodida fuerza”- me dije – mientras seguía sin apartar la vista de la lavadora. El centrifugado había actuado como fuerza de paz entre los calcetines y el resto de la ropa de color. Al cesar el secado, un calcetín herido de muerte cayó sin vida desde la parte superior del tambor de la lavadora hasta el fondo del mismo. Allí, inmóvil, agotada por el fragor de la batalla permanecía la maltrecha camisa de cuadros rojos y verdes, apenas se inmutó. La colada había concluido.
Me levanté de la banqueta como un robot, deposité el vaso de café en el fregadero. Luego, abrí la puerta de la lavadora para sacar la ropa y tenderla en la terraza a la espera de un secado perfecto. Un olor, mezcla de aromas de suavizante y detergente biodegradable, se adueñó del umbral de mi sentido del olfato y del habitáculo de la cocina. A ciegas, intentando dar con la camisa de cuadros rojos y verdes palpe entre la ropa húmeda, la textura del tejido me indicó que ya era mía. Intenté sacarla, no pude. Probé de nuevo, fue imposible.
Me agaché hasta la misma boca de carga para ver cual era el problema, justo en el momento en que mi cabeza se adentraba ligeramente en la cavidad de la lavadora, el ejército de calcetines negros, marrones y azules se abalanzó sobre mí pegándose a mi rostro como verdaderas sanguijuelas. A manotazos traté de quitármelos, fue imposible. Totalmente histérico emprendí, a lo largo del pasillo, una vertiginosa carrera, arrancándome de mi cara los malditos calcetines y estrellándolos con violencia contra las paredes del corredor.
Al llegar a la puerta de acceso al piso caí sin sentido y desangrado, un calcetín marrón me había clavado sus incisivos en la yugular.
11 comentarios:
ahora entiendo para qué venden esas bolsitas de rejilla en las que se meten los calcetines...
Y con los largos de lana de invierno ni te cuando.... y las mallas? buuufff terror :P
y ahora entiendo porque cuando le digo a mi santo que tienda la ropa, nunca me hace caso, va a ser por esto...
Jo-der con los calchetos.
Está divertido, Blogue. ;)
Eso le digo yo a mi santa lili... pero me dice que no diga tonterias :P
Eso para mí es la venganza de las medias que fueron regaladas para cumplir por la parentela en sucesivos cumpleños.
Y ahora llega la vendetta de los desodorantes...
Grande, Carlitos! :D
:D :D :D
Que me parto. Da un poquitín de repelepe, menos mal que estamos en verano y casi no uso que si no... En cualquier caso si alguien merece una suerte así es una camisa de cuadros, es simple justicia elemental.
Me encanta Blogue y supongo que el tipo que citas como autor es otra creacción de tu imaginación como nosotras tras tras
cucu tras tras
cucu
porque eso lo has escrito tú.;-)
juuuaaas, me gustaria, pero no... es de un Riojano, que ademas de escribir, da clases de matetáticas
ya se sabe que todos los profes de mates estan chalados.
pero si que es un poco el estilo que me gusta escribir .. juuuaas
Soy Javier Bañares autor de Los calcetinaes asesinos. Gracias por publicarlo y por los comentarios. Como soy un chalado de las Mates tengo publicado un relato que retrata una clase de Mates se titula la Matriz 4x4
SubHatun gracias por publicar mi relato de Los calcetines asesinos. Como soy un chalado de las Mates puedes editar la matriz 4x4 hay gente que se siente identificado. Gracias alos comentarios. Feliz día de vuestro no cumpleaños
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